Nadie puede gobernar nada, y menos un país, a menos de que influya en una estructura que le permita ejecutar órdenes, distribuir recursos, satisfacer demandas, resolver problemas, poner de acuerdo a actores locales y poderes fácticos y todo lo que implica producir orden político. Estas estructuras, en estados fuertes, son principalmente institucionales, y, en estados débiles, informales, externas al estado, más bien intermedias entre éste y los grupos sociales. El México del siglo XX tuvo estructuras de intermediación institucionales y no institucionales, que incluyeron a la administración pública federal, cacicazgos estatales y regionales, la estructura ejidal, los sindicatos, las grandes centrales obreras y campesinas, y un largo etcétera que de alguna manera tenía vínculos con las elites agrupadas en el PRI o con el gobierno.
Ante el fracaso institucional del régimen que termina, los intermediarios adquirieron independencia, encarecieron su costo, y pulularon como negocios. Quizá por eso recibieron un machetazo en el presupuesto que ahora se discute (todas las partidas para “bajar recurso” se borraron de un plumazo para dar dinero directamente a los beneficiarios de programas). López Obrador, como es un populista, construyó su poder prescindiendo de dichas redes. No fueron necesarias para el vuelco electoral y estima que no serán necesarias tampoco para gobernar, además de que es mucho el dinero público que se reparte por esas vías para aceitar la máquina de intermediación, pero es muy poco el que llega verdaderamente abajo.
Como toda labor de destrucción, la emprendida contra los aparatos de intermediación del viejo régimen, tiene sus riesgos. El principal de ellos es que una vez desmontada esa red, no quede nada para producir orden político. Y eso es peligroso. La debilidad de los sistemas de intermediación y la incapacidad de las izquierdas latinoamericanas para institucionalizar nuevos intermediarios derivó, por ejemplo, en fenómenos como los de Macri y Bolsonaro: personajes cuya capacidad mediática, impulsada por las oligarquías, consigue construir voluntades colectivas con base en prejuicios. En estas páginas, Fernando Escalante (12/12) ha ofrecido como una de las causas probables de la insurrección francesa la quiebra a conciencia de esos canales de intermediación por parte de Emmanuel Macron. Su hipótesis es además bastante seductora.
La apuesta del gobierno en turno que se focaliza en los llamados superdelegados concentra todas sus esperanzas en la capacidad política de los representantes federales en las diversas regiones. Si fracasa, tendremos un endeble sistema político por lo que toca al poder federal. Pero la oposición debería fortalecer sus propios espacios institucionales, como los gobiernos locales —recaudando impuestos— o los partidos políticos —realizando labores sustantivas que los anclen a la sociedad—, si no quiere colocarse en esa situación. Al contrario, han preferido defender a sus intermediarios externos, con independencia de si son limpios o corruptos, como Antorcha Campesina, con la desventaja de que llevan todas las de perder y de que profundizarán su propia crisis de representación. Es hacer política o seguir caminando a la irrelevancia con una épica liberal que no se corresponde con la realidad.