Dos estampas, una escandalosa y una trágica, se han sumado estas semanas a otras que han generado olas de indignación transitoria por el daño a las infancias: cadáveres de bebés, infantes utilizados, niñ@s autodefensas, con cáncer, víctimas y victimarios de la violencia. Pero es de mucho mayor bulto la losa de la infancia mexicana si agregamos la deserción escolar y la orfandad —que concitan menos, casi ninguna, preocupación pública.
El censo de 2020 muestra que en México hay poco menos de 32 millones de menores de 14 años. Cargarán el peso del cambio demográfico dentro de 25 años y a una población mayoritariamente anciana. Entre ellos, los 10 millones más pequeños habrán pasado el período crítico de su primera socialización en emergencia social, con menos experiencias y contactos, con menor desarrollo cognitivo. Muchos en edad de hacerlo no han aprendido todavía a hablar, pero quizá eso es lo de menos.
Una cifra aún sin determinar, pero millonaria, ha desertado de la educación básica sin que tenga fecha de regreso. Hago hincapié en la ceguera: aún no se sabe cuántos son. Ha habido quien da por bueno un dato publicado por Inegi en una encuesta casi inservible que no toma en cuenta la aprobación automática al grado siguiente que se dio en educación básica como política general. Solo para noviembre de 2020 circularon en el Consejo Nacional de Autoridades Educativas datos preliminares de casi un millón y medio de infantes que no tuvieron contacto alguno con su comunidad educativa en primaria o secundaria —y eso sin que seis estados enviaran datos. Conaedu pudo saber también, antes de que se dejaran de recopilar datos, que más de 170 mil infantes terminaron la secundaria en el ciclo 2019-2020, pero no transitaron al nivel medio superior en 2020-2021 (estamos hablando solo de los primeros meses de pandemia). Faltar sumar todo 2021 y el inicio de este año con el disparo de contagios. ¿Cuántos desertaron? ¿dónde están? ¿qué están haciendo? ¿cómo los traeremos de vuelta a la escuela? ¿cuántos volverán?
Un escenario de deserción conservador, de dos millones de estudiantes de educación básica, implicaría un retroceso en cobertura que podría devolvernos varias décadas atrás. No es irremediable. Hay infraestructura y una estrategia ambiciosa podría revertir parte del daño rápidamente. Para eso, sin embargo, las preguntas tendrían que estar resueltas y los datos a la mano, pero parece que la Secretaría de Educación Pública y los gobiernos estatales les temen por igual: no quieren saberlos ni hacerse responsables. Los investigadores educativos, también confinados y abúlicos, no han documentado cualitativamente las consecuencias de la pandemia, de modo que estamos en blanco. Otros infantes habrán retrasado su desarrollo a pesar de haber estado conectados a las clases o viendo Aprende en casa. La dimensión de ese atraso la sabremos hasta que se realicen y procesen las pruebas PISA. Sobran, sin embargo, entre profesoras, testimonios de grupos enteros de niños que estando en tercer grado no saben leer o escribir. Tendrán que remontar, en la educación básica que les queda, el desarrollo de dichas habilidades, descartando aprendizajes significativos de otros contenidos. Habrá para el futuro consecuencias en el incremento de la pobreza, la profundización de la desigualdad, los procesos de desafiliación.