En la ciencia política de estos tiempos está de moda hablar de la democracia con nostalgia, o advirtiendo que el populismo puede terminar con ella. Esto se debe a que la disciplina ha estado centrada, desde su institucionalización, en Estados Unidos y a que el populismo se consideraba superado en dicha sociedad. Pero la deriva del discurso politológico más bien se debe a su poco diálogo profundo con la historia. En realidad, el populismo ha acompañado siempre a la democracia moderna, desde su nacimiento, y es parte constitutiva de ella.
Hasta hace muy poco, en el siglo XIX, democracia era una palabra mala y vergonzante, que quería decir algo similar a caos, reino de la muchedumbre y anarquía. Significaba dos cosas: la primera, una técnica electoral, que era el sorteo, la rotación de cargos entre todos los miembros de la comunidad, o que la mayoría de los ciudadanos tuviera una tarea de gobierno (por eso Rousseau estimó que en el mundo que él vivía se trataba de un ideal impracticable); la segunda, un principio de legitimidad, es decir, la soberanía del pueblo.
Los revolucionarios franceses de 1789 se insultaban entre ellos diciéndose demócratas tal y como ahora se acusa a la ligera de populismo; la palabra correcta era “república” y los reformadores y revolucionarios se llamaban a sí mismos republicanos. Para ser demócrata había que ignorar que el pueblo es ignorante —según se argumentaba—, había que sostener la igualdad política de todos y aceptar el principio de mayoría para tomar decisiones. Todavía una buena parte del siglo XIX la democracia permaneció siendo algo censurable, como lo había sido mucho tiempo atrás, y el gobierno representativo descansaba más bien sobre otros principios de legitimidad (el honor, por ejemplo). No era distinto en Estados Unidos, donde la democracia era igualmente concebida como el gobierno de las muchedumbres desorganizadas.
En ambas sociedades, la francesa y la estadunidense, sobrevino el proceso de una relativa masificación y el principio del honor no era ya suficiente para dar legitimidad e inclusión a la mayor parte de la población (el honor, para empezar, era un valor que solo se consideraba propio de ciertos estratos). Si un gobierno iba a ser representativo, tendría que serlo de todo el pueblo, aunque fuera de modo nominal. De modo que comenzó a hablarse de gobierno representativo con soberanía del pueblo, de república democrática y, a la postre, de democracia, solo que una democracia sin muchedumbre, sin desorden, con tan poco pueblo como fuera posible. El proceso culminó, en Francia, en la institución del sufragio universal (1848), amparado bajo el principio ya aceptado de soberanía popular. Así, se conjuntaron una vieja institución aristocrática (el voto), con el principio de legitimidad de la democracia, dejándose fuera las técnicas propias de esta, como el sorteo y la rotación de puestos públicos.
Como sucede en las democracias sin pueblo, cuando se evidenciaba que el gobierno representativo no cumplía con su promesa (la igualdad democrática y la soberanía popular), se reclamaba duramente. Ese reclamo se llamó “populista” y en español hay registro de la voz por lo menos desde 1855.