Cincuenta y dos organizaciones quieren convertirse en partido político. Como las que hay no sirven, la derecha se ha planteado inventar varias, casi todas con el propósito declarado de ocupar un lugar que parece vacante: el de la oposición al gobierno de México y, eventualmente, al nuevo régimen político. México Libre, de Felipe Calderón y Margarita Zavala, ha propuesto un discurso liberal y demócrata que a ver quién les cree; Redes Sociales Progresistas, de la familia de Elba Esther Gordillo, ha anunciado que quiere aprovecharse del impulso lopezobradorista (y hay rumores de que, oportunistas como son, han jugado con la idea de llamar a su partido “cuarta transformación”); Cambiemos, de Gabriel Quadri, dice querer innovar, y se presenta también como un partido liberal, ambientalista y pro competitividad y libre mercado.
Están todos en su derecho, pero quién sabe a dónde vayan. Irresponsables, dividen a la derecha, defienden nichos o negocios personales, dejan a la discusión programática brillar por su ausencia, pulverizan las fuerzas opositoras y hacen más poderoso al gobierno.
Que una etapa se acabó en el sistema de partidos es muy claro. Los tiempos de los tres grandes partidos que sostuvieron el discurso neoliberal, que se beneficiaron de la legitimidad del régimen de la transición, que agruparon más de 80 por ciento de los votos, terminaron y no van a volver. En el nuevo escenario, que no está asentado ni es del todo comprensible, destacan dos cosas: hay, por un lado, una hegemonía sólida, incontestable y construida por los votos, acompañada además de un momento casi consensual en el país. Más allá de los 30 millones de votos, sorprende la aprobación de López Obrador, que en algunas mediciones alcanza 90 por ciento de la población. Hay, por otro lado, una falta de oposición, la reducción de los colectivos políticos opositores a pura reacción, su acción atomizada y febril, su falta de líderes –habla mucho de la reacción que el más notable de ellos sea el ex presidente de la guerra—, y sobre todo la ceguera dogmática del neoliberalismo.
Sin atisbos de autocrítica, sin reparar en la debacle electoral de 2018, sin hacer un balance del fracaso del modelo que defendieron, se cierran la posibilidad de construir para ellos un horizonte ideológico distinto. Aferrados al pasado, hablan igual que siempre hablaron, e invocan las mismas palabras mágicas –son impotentes para imaginar alternativas. Es preocupante, porque no ayudan a hacer las cosas mejor ni, tampoco, representan el contrapeso que tanto añoran. Su autosabotaje parece no tener límites. Si esta tendencia continúa, pronto habrá un gran centro de la política nacional, y fuera de él, ínsulas marginales hiperactivas. Si no toma un papel constructivo, haciéndose cargo del gran momento de unidad en el país, la reacción corre el riesgo de desfasarse de la realidad política. Es decir: o tiran en la misma dirección que el país, criticando y jalando un poco el trineo hacia su propio lado aunque sigan la dirección del sector líder, o tiran directamente en sentido contrario con el riesgo de sufrir una arrastrada de época por no medir las fuerzas sociales. Como son malos estrategas, quizá seguirán la segunda línea.
No es sano para nadie. Ojalá recapaciten, discutan programas, dejen de lado las ambiciones personales. Ojalá se conviertan en la oposición moderna que el país necesita.