El viejo sistema autoritario priista —más que el plan perverso fraguado por generales revolucionarios en busca del monopolio del poder que suele plantear la versión más pueril de nuestra historiografía— fue el fruto accidental de una reforma política modernizadora que se topó con las fuerzas de la historia, que pocas veces dejan que los diseños institucionales se realicen felizmente. Érase un país en que las prácticas autoritarias estaban instaladas, más que en cualquier otro ámbito, en el orden de gobierno municipal, que en ocasión de las justas electorales llegaba a llenarse de asesinatos y fraudes electorales realizados por caciques locales a lo largo de todo el territorio nacional.
El presidente Ávila Camacho propuso en 1946, en consecuencia, una reforma política para reemplazar la vetusta ley de 1918. Intentaba “evitar la intromisión indebida de las autoridades locales en el proceso electoral”, garantizar la participación y vigilancia ciudadana en las elecciones y formalizar y ordenar la vida partidista. Varios rasgos de la ley en los que no puedo ahora detenerme sugieren que Ávila Camacho pensaba en forjar un bipartidismo en el mediano plazo, con el PRI y Acción Nacional como fuerzas más relevantes, únicas que tendrían representación en la Comisión Federal de Vigilancia Electoral. La fundación del PRI formó parte de este ambicioso proyecto reformista. Se planteó como una de las diferencias fundamentales con el PRM que el nuevo partido elegiría democráticamente, en elecciones internas, a sus candidatos —una vocación que ya tenía Acción Nacional.
México quizá estaba llamado a ser un bipartidismo que estabilizara los ánimos entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, en esos momentos con pocos puntos medios, pero se interpuso en ese proyecto Vicente Lombardo Toledano como encarnación del corporativismo cardenista. Lombardo, acaso sin saberlo, generó la condición de posibilidad del autoritarismo; para apoyar a Miguel Alemán en la elección de 1946, negoció al interior del PRI que la corporación obrera que representaba, la CTM, conservara su peso en la selección de candidatos, para lo cual firmó con los otros dirigentes de sector un pacto al margen de los estatutos del nuevo partido. Eso cerró el paso a las elecciones primarias y selló el vínculo entre corporaciones y oligarquía partidista, lo que terminó por marginar al mismo Vicente Lombardo Toledano y dio lugar a una nomenclatura mediocre y antidemocrática que duró medio siglo y forjó el predominio del partido hegemónico.
Sin elecciones primarias obligatorias y simultáneas, la soberanía del pueblo queda en manos de la interpretación de burocracias y oligarquías partidistas que usufructúan las marcas que representan, ya sea con elecciones amañadas, con encuestas simuladas o cualquier otro método suficientemente opaco. Y, si postulan una vaca o un burro, logran que gane la vaca y gane el burro, siempre que lleve los colores correctos, como solía decir López Obrador. En un documento llamado Nuevo Programa, Lombardo establecía que, entre los ideales del sector que defendía “las tres grandes revoluciones nacionales”, se pospondría el del “respeto fiel a la voluntad popular para el eficaz funcionamiento de las instituciones democráticas”. Correspondería concretarlo al actual proceso de transformación que aspira a inscribirse entre esas mismas “grandes revoluciones nacionales”.