En todos los países capitalistas, ocupen el lugar que ocupen en el sistema-mundo, los políticos, especialmente los que gobiernan o aspiran seriamente a hacerlo, tienen relaciones con empresarios y rentistas, de los cuales son más o menos dependientes por causas que no es ahora preciso describir.
En México, el régimen posrevolucionario logró cierta autonomía relativa frente a la gran burguesía, consiguiendo finalmente la aceptación de ciertos poderes económicos de las decisiones del poder político. Dicha autonomía estuvo fundada en la necesidad de conservar la legitimidad armada y popular del régimen posrevolucionario, la debilidad del empresariado mexicano y su dependencia del gobierno, así como la separación de las formas de distribución de riqueza y prestigio en el sector privado y en el público (ambas cosas que el neoliberalismo volvió a juntar). Es una línea que se está trazando de nueva cuenta.
El presidente se lleva con oligarcas, pacta con ellos, los hace jefes de su oficina, como a Alfonso Romo, exhibe sus desayunos con ellos, o incluso encumbra a sus empleados, como hizo en Hacienda con Urzúa, que después de renunciar tuvo que volver a la nómina del así llamado Diablo Fernández. Hace todo eso, sí, pero no ha permitido que la agenda de Hacienda la pusiera el tal empleado del Diablo, hizo quedar mal a Alfonso Romo con sus dichos sobre el nuevo aeropuerto, y tampoco permitió que Carlos Salazar y el Consejo Coordinador Empresarial, con un presunto diálogo nacional, impusieran la agenda de la gran empresa como prioritaria para salir de la crisis. Con más claridad puede verse en la agenda fiscal: es la del presidente e incluye el ataque frontal a las “factureras”, el cobro de impuestos pendientes (que a últimas fechas han pagado, por miles de millones Femsa, Walmart e IBM) y el fin de las condonaciones.
En cambio, casi cualquier cuadro del gabinete, incluyendo coordinadores parlamentarios, es menos autónomo en ese sentido que el presidente. Algunos de Morena, como Ramírez Cuéllar o Muñoz Ledo, tampoco son igualmente independientes, así sea por pura inercia ideológica, y responden a sus resortes de viejo régimen. Sin ser instrumentales a la oligarquía, sí responden a las ideas forjadas en el gran consenso de la transición, la época donde más se achicó la autonomía relativa del estado: a la primera hablan de pactos nuevos, como en la era del tripartido, o compran la agenda del Consejo Coordinador Empresarial para hablar de más deuda, más órganos autónomos, más debate circunscrito a política pública, más administración de la superficie, ignorando lo que esas ideas representan para la transformación del subsuelo de la política mexicana. Quieren más régimen de la transición, más administración, más perredismo, y menos transformación. Ignorando que AMLO cristaliza hoy la principal identidad política de un pueblo, creen que debaten con un contemporáneo y nada más. Concretar esta línea, endurecerla, implica tres pendientes cuando menos: el relevo generacional, la generación de doctrina y programa lopezobradorista, y, de nuevo, la reestructuración fiscal en los hechos, como ha venido sucediendo y, después de vistos sus alcances, en las leyes.