Hubo dos momentos estelares de la creación de organismos constitucionales autónomos: el sexenio de Carlos Salinas de Gortari y el de Enrique Peña Nieto. Ambos tuvieron en común el desprestigio de la política, por sus fraudes y corruptelas, y, por tanto, la única forma de forjar legado institucional era separándolo de sus imágenes. Estos dos momentos formaron parte de la despolitización de la vida pública, que coincidió con el neoliberalismo en su postulado de dejar las cosas importantes fuera de las manos de los políticos para que conservaran racionalidad y justicia. Se prefirió eso que la mucho más complicada tarea de generar un servicio de carrera para todo el gobierno federal. Fuimos, entonces, avanzando parche por parche, hasta que estos ya cubrían una buena parte del tejido gubernamental.
Los organismos autónomos son extrañas protuberancias del Estado mexicano que normalizamos; protuberancias ora justificadas —Banco de México, Ifetel—, ora injustificadas: en un país serio, digamos, que creyera en su propia política, el INE sería una dirección general de la subsecretaría de gobierno o de asuntos políticos; el Coneval, por su parte, sería quizá una subsecretaría de evaluación de la Secretaría de Desarrollo Social o su equivalente. El modelo elegido fue otro y contamos ahora con elementos para evaluar su trayectoria y para definir si debemos reformarlo o incluso destruirlo para transitar a otro. ¿Qué no es eso de lo que se trata cuando se habla de un cambio de régimen?
En México, el intento reformista provoca escándalo, algo extraño cuando los del diseño singular somos nosotros, con toda una estructura paralela de gobierno, autónoma, que no responde a programas políticos sino presuntamente a estándares técnicos (como si la técnica pudiera fijar fines). Hemos sido un modelo institucional para Estados cuasifallidos, gran mérito, pero de ninguna manera hemos consolidado una institucionalidad que permita combatir los grandes problemas del país real.
Esto se cuestiona poco. Por ejemplo, en Coneval la autocrítica ha brillado por su ausencia. Quienes van de salida se conforman con señalar lo que se ha hecho bien, pero son incapaces de aceptar que faltaron a parte de su mandato. Si se avanzó tan poco en el combate a la pobreza, ¿no tiene responsabilidad en ello el órgano encargado de “normar y coordinar la evaluación de la Política Nacional de Desarrollo Social y las políticas, programas y acciones que ejecuten las dependencias públicas”? Si no logró influir en el replanteamiento general de una política social fallida en el combate a la pobreza entonces no sirve y acaso podría sustituirse por un grupo interuniversitario —es decir, de instituciones ya autónomas— que haga el mismo trabajo de medición. Hernández Licona se ha burlado de la secretaria de Bienestar por pedir nombres de los pobres mexicanos. No entiende, dice, pero tampoco él entiende que el modelo de Ciencia Social que utilizan despersonaliza y desprecia la profundidad cualitativa de otros métodos. Miden sin comprender. Pero la autocrítica no cabe y quien los critica no entiende: ellos y sus entornos académicos son los que saben, y entonces dictaminan que lo han hecho todo bien. Vale.