Hace pocos días, Bernardo Pineda, miembro de la seguridad social guatemalteca y vicepresidente de la CISS, me preguntó por la reforma a la seguridad social mexicana. Desatinado, le conté sobre la reforma en materia de salud mediante la que se crea el instituto de salud para el bienestar, la nueva institución de atención a la población que carece de seguridad social tradicional, aprobada apenas el 19 de noviembre por el Senado. Erré. Le hablé del árbol, pero sin alcanzar a contarle del bosque, porque no lo había visto. Y no es que la creación del Sistema Nacional de Salud para el Bienestar no sea relevante (es fundamental), pero solo se comprende su significado si se toma en cuenta que forma parte de algo mucho más grande. El Presidente, en realidad, ha propuesto y empezado a construir, de manera casi inadvertida para los intelectuales del viejo régimen que prefieren atacar la acción del gobierno a entenderla, el germen de un sistema de seguridad social universal.
La reforma al artículo cuarto constitucional enviada al Congreso es muy superior a lo que han detectado los adversarios de la política obradorista de bienestar, pues obligará al gobierno mexicano a pagar una pensión universal a los adultos mayores —recuperando así el hecho de que las pensiones deben ser por vejez, no por antigüedad laboral—, a los discapacitados de manera permanente y a instituir un Sistema Nacional de Salud para el Bienestar que dote de consultas y medicamentos gratuitos a toda la población, especialmente aquella que no cuenta con seguridad social asociada al trabajo. Además, como la educación es parte fundamental de la disminución de riesgos sociales, la reforma manda también la institución de un sistema de becas “para estudiantes de todos los niveles escolares”. En pocas palabras, la reforma tiende, mediante las medidas concretas que ya conocemos, a la garantía del derecho humano a la seguridad social mediante políticas concretas exigibles.
Quienes dicen que la política social que la propuesta de reforma busca constitucionalizar es clientelar están, por sus preconcepciones ideológicas, olvidando mirar. Dicen clientelismo porque intuyen lealtad política de los pobres a un proyecto que disminuya su riesgo de caer en desgracia. A la lealtad política de los ricos le dicen lealtad política, aunque el intercambio clientelar entre ellos y los gobiernos se verifique mediante contratos o tolerancia a la evasión y elusión fiscales. A eso le dicen fomento a la inversión. María Amparo Casar llega al extremo teórico de hacer que la falta de un agente que en ciencia política se considera fundamental para las políticas clientelares, el intermediario, haga, en este caso concreto, que el clientelismo sea mayor. Mientras eliminar intermediarios implica carecer de personas que induzcan el intercambio de votos por programas, para Casar, en este caso, se trata de dar todo el crédito al señor Presidente. Un clientelismo muy raro: de vocación universal, constitucional y sin intermediarios. Pero así son los pobres: capaces de convertir cualquier política pública de bienestar en clientelar. Qué le vamos a hacer.