Se ha dicho muchas veces porque sigue funcionando, pero hay en ciencia política pocos razonamientos probados tantas veces como la llamada ley de las oligarquías. Michels, junto con otros teóricos de las élites, afirma que los partidos políticos tienen un carácter profundamente conservador. En la existencia de luchas ideológicas al interior o en los límites de la organización, en su aspiración por conseguir el mayor número de votos posibles, así como en la necesidad metódica de organizar a las masas electorales, está implícita la creación de liderazgos que centralizan el poder de forma antidemocrática. Liderazgos especializados, con las necesidades vitales resueltas, que viven para la gestión del poder.
A medida que la organización crece en su estructura y las doctrinas partidarias son atenuadas y reformadas, el partido pasa a formar parte de un sistema político de mayor escala y la organización, en lugar de ser un medio, se convierte en un fin en sí mismo. En resumen, la ley de hierro de la oligarquía explica que toda organización partidaria genera y reproduce un poder oligárquico fundado sobre una base democrática, en la que el liderazgo es una condición necesaria y un supuesto técnico para su constitución y desarrollo.
En el desarrollo del argumento de Michels sobre la ley de hierro y su atinada descripción al respecto de la formación de élites internas a partir de tendencias oligárquicas propias de los partidos, puede encontrarse también un desprecio profundo por la masa y su “necesidad de liderazgo”. Pero son algunos de esos liderazgos, los llamados populistas, los que rompen los ciclos de oligarquización y remueven buena parte de las costumbres burocráticas de los partidos. Lo hizo Andrés Manuel López Obrador en el PRD, y lo han hecho en la historia del mundo populistas de diversas orientaciones políticas, casi siempre interrumpiendo el ciclo y abriendo paso a la democratización que, sin embargo, cae casi de nuevo siempre en un inmovilismo burocrático.
Es impresionante la velocidad en que esos sectores han tomado el mando en Morena, tanto en los grupos cercanos a la ex dirigente, como entre quienes la derrotaron en el tribunal. Hay, desde luego, en estas pugnas burocráticas, sectores más nuevos y más viejos, menos y más inmorales, más y menos ideológicos, menos y más legítimos. No es ese el tema, sino que la vida orgánica, por las condiciones materiales de existencia de cientos de miles de militantes, se queda en unos cuantos cientos, y además —con el trabajómetro en mano—, se justifica que así sea.
Cientos de miles de militantes que no pueden estar en la grilla cotidiana no son parte de lo que sucede en Morena. Eso es quizá lo que explica que la intención de voto por el partido redujera 10 puntos en un año, y que sea apenas la mitad que la aprobación del presidente López Obrador. Además de restaurar el prestigio luego del papelón de las broncas internas, habrá que pensar métodos para ampliar la participación, virtuales acaso, que permitan salir de la lógica oligárquica para dar vida al que pretende ser un partido-movimiento y que va bastante atrás del gobierno de la República. Eso, o rezar para que aparezca un nuevo gran líder de la nada.