Signo inequívoco del extravío de la reacción es su indolencia, su falta de organicidad en amplios grupos sociales. No expresan dolores de nadie, salvo los suyos, y los quieren convertir en agravios nacionales. Naturalmente, nadie los pela. Hablan de polarización porque siguen teniendo gran resonancia mediática, se creen tan valiosos, por calidad, como la mayoría social y política mexicana, y hacen de sus dramas y grillas personales problemas políticos y sociales, justo al revés de lo que haría un intelectual o político orgánico. Sus partidos tienen cortados los cables que los conectaban con grandes grupos, porque se convirtieron en meros traficantes de poder sin proyecto. Sus intelectuales se desvincularon de los intereses colectivos y se siguen pensando como una vanguardia que ya no son. De orgánicos de régimen, pasaron a inorgánicos socialmente, a defensores de sí mismos en nombre de grandes causas.
El ejemplo más delirante es el de Enrique Krauze y sus defensores. En la semana se publicó un reportaje que detallaba que un grupo de oligarcas se puso de acuerdo para socializar un discurso contra AMLO y movilizó para ello a elementos intelectuales como Krauze y Fernando García Ramírez. No se trataría de algo novedoso, inesperado siquiera, y puede debatirse la calidad del reportaje o defenderse a los implicados. A esto se sumó la crítica de Tatiana Clouthier al empresario cultural. Clouthier es una diputada federal, sin acceso a los recursos ni a la difusión del empresario, es decir, es mucho menos poderosa comparativamente. Sin embargo, las solas menciones al intocable ocasionaron que se llamara perseguido por el poder, que fuera reconocido por sus pares como adalid de la libertad, que Felipe Calderón se excediera al llamarlo, además de perseguido, un potencial “líder visible y aglutinador de la libertad y la democracia amenazadas hoy en México”.
Sí hay crisis de libertad de expresión, y grave. La semana pasada asesinaron al periodista Santiago Barroso en Sonora, el sexto en lo que va del nuevo gobierno. Sigue la amenaza que heredamos de los dos sexenios pasados: no hay cambio visible, diagnóstico específico a fondo —aunque ya Alejandro Encinas ha anunciado cambios al mecanismo de protección a periodistas—, no hay una política radicalmente diferente en defensa de la libertad de expresión y del derecho a la información. Pasan los meses y sigue la cuenta de los muertos, la que nos llevó de ser un país considerado como libre en 2006, a uno parcialmente libre en la actualidad (Freedom House). Lo de estos últimos sexenios ha sido una tragedia. Ahora que no están en el poder, los grandes defensores de la libertad abstracta podrían criticar minuciosamente el mecanismo, criticar su implementación, defender al gremio ante la indolencia del poder federal o local. Eso, si realmente les interesara la libertad, pero en realidad lo que los tiene con pendiente es que los critiquen, que los exhiban, que manchen sus nombres con cualquier acusación. La democracia somos nosotros, parecen decir. La libertad es que nos dejen en paz. Está padre su cotorreo y amor propio, pero así no van a ningún lado, ni van a articular nada.