Después de que hubiera pronósticos pesimistas para 2021, los días más recientes hemos tenido cierto optimismo económico en los diarios. Primero, por los precios del barril de petróleo, 20 dólares más caro de lo que el gobierno estimó al diseñar su presupuesto lo que, de mantenerse constante, podría representar un alivio económico para el gasto público.
Segundo, porque las expectativas de crecimiento para el país durante 2021, después de la gravísima crisis económica traída por el coronavirus, han mejorado sustancialmente a raíz del programa de vacunación y del dinamismo que se espera de la economía estadunidense, que es el principal motor de nuestro sector externo. ¿Será por eso que López Obrador declaró que México es bendito por estar cerca de Dios y no tan lejos de Estados Unidos? Antes, el Fondo Monetario Internacional llegó a estimar un crecimiento cercano a tres por ciento, y ahora ha cambiado sus expectativas al 4.3 por ciento, mientras la OCDE estima 4.5, el Banco de México 4.8, Hacienda casi cinco, y Moody’s 5.5, según registra Dora Villanueva en La Jornada de ayer.
Este optimismo, de la mano del sector más ideológicamente neoliberal del gobierno, pueden llevar a perder de vista lo importante. De nada servirán esos números si la configuración de la economía política mexicana fortalece las estructuras que provocan la desigualdad, como está pasando en buena parte del mundo. Lo más perverso de las crisis económicas es que pegan más duro en la parte de abajo: desaparecen las empresas más débiles, prescinden de los trabajadores precarizados por simples cálculos contables de rentabilidad, lo que deriva inevitablemente en ciclos de profundización de la brecha entre pobres y ricos. Lo ha documentado Oxfam muy claramente: las mil fortunas más grandes del mundo se recuperaron en menos de un año, y los más ricos del mundo han ganado tanto en esta crisis que, con el incremento de su riqueza, podría garantizarse que nadie cayera en pobreza en todo el planeta durante esta crisis. El mejor ejemplo es seguramente la industria farmacéutica, pero también los tenemos en casa: Larrea y Baillères, dos de los oligarcas más tóxicos del país, se enriquecieron más con el impulso que la industria minera extrajo de la crisis.
Si se suma esa condición a la presión que hay para que los gobiernos generen estímulos fiscales para reactivar la economía, el caldo de cultivo se vuelve propicio para que empiece el festín de las desigualdades, el fortalecimiento de los fuertes, el debilitamiento de los débiles, por algunos años más. Podría ser que ese fuera el resultado de la recuperación, pues no hay manera de hacer reglas a la medida que provoquen la reactivación igualitaria de la economía, que privilegien las formas de economía social o a las micro, pequeñas y medianas empresas; algunos economistas dogmáticos dirían, incluso, que eso no sería ni siquiera recomendable, en términos de eficiencia, que meter recursos en las unidades más pequeñas, sería firmar la lentitud de la reactivación económica. ¿Hay estrategia de izquierda para pensar otro tipo de recuperación?, ¿solo podemos limitarnos a garantizar lo mínimo para las mayorías y ver el fortalecimiento de la oligarquía con resignación?