Tengo 30 años. Es la edad que tenía Andrés Manuel cuando presidió el PRI tabasqueño de la mano de González Pedrero; la misma que tenía Lombardo cuando fue gobernador de Puebla, Gómez Morín cuando impulsó la fundación del Banco de México, o Jorge Eliécer Gaitán cuando fundó un partido político en Colombia.
Y no me comparo en nada con ellos, pero sí creo que se trata de una edad para tomarse en serio uno y para tomar en serio al país. Lo digo a propósito de los que acusan que me falta edad, preparación o trayectoria para dirigir, como si valieran de nada mis 15 años de militancia en el obradorismo, mi trayectoria en la asesoría política o dirigiendo un organismo internacional en estos dos años.
Lo que quieren decir, en realidad, como Pedro Salmerón u otros, es que ellos no me han visto con sus propios ojos, los ojos que valen y que validan que uno ha estado allí, y por eso mismo los ojos cuya mirada importa buscar (cosa que no me he empeñado en hacer todos estos años). Pero, más que inventar chismes sobre mí e incluso mi familia, esos descreídos podrían preguntar a Luisa Alcalde, quién, cuando ella era dirigente nacional, tuvo la encomienda de formar Morena Jóvenes y Estudiantes en la Facultad de Políticas de la UNAM, allá por 2011 (y a los compañeros de Ciencias Políticas, porque, por cierto, no fueron los grupos oficiales los que invitaron a López Obrador a la Facultad, sino nosotros, quienes hicimos militancia sin pedir permiso); a Alejandro Encinas sobre los esfuerzos organizativos que con su apoyo hemos puesto en marcha; a Martí Batres sobre mi candidatura a la Constituyente de Ciudad de México, y a muchos compañeros, igual de invisibles que yo, sobre mi participación en marchas, concentraciones y todo tipo de esfuerzos desde 2004. Guardo en mi corazón, particularmente, la batalla por Iztapalapa, donde acompañamos al ahora Presidente, con mi mamá y a veces con mi hermano, a todas las colonias —y las ocasiones de cuidar casillas. Lo que las elites burocratizadas de la izquierda, muchas veces un grupo de amigos que cabrían en un par de asociaciones de vecinos, de Tlalpan y de Coyoacán, quieren negarme, implica el violento mensaje de que la militancia o es con ellos o no existe, salvo para reivindicar a un conjunto de héroes anónimos.
No deja de sorprender la resistencia que hay, incluso en la izquierda, a que participen en la contienda política personas ajenas a lo que se ha dado en llamar “clase política”, que es en realidad un extracto de los sectores generalmente beneficiados por su capital social y simbólico. En la izquierda, como en la derecha, son principalmente clases medias que se dedican profesionalmente a la política las que dominan las posiciones, deciden, heredan legitimidades y palomean historias de vida que permiten pertenecer o no a partidos o grupos políticos. Son estos, a menudo, los que impiden aspirar a casi cualquier intención de dirigir devolviéndolo a uno a la fila: ve allí, tu lugar está allá. Esta vez han sido, casi al mismo tiempo que voceros de la derecha, quienes han intentado invalidar mi esfuerzo para dirigir Morena. La verdad es que su rechazo también me honra y me motiva a impulsar un esfuerzo democratizador.