Uno de los cambios más audaces y sensibles en el gobierno de López Obrador es el de la política social. No solo porque al cabo de poco tiempo tendremos la más ambiciosa en la historia de México por la cantidad de beneficiarios y el gasto destinado a ella, sino porque impulsa otra concepción de este tipo de política y de la pobreza misma, es decir, por la racionalidad que la impulsa.
En primer lugar, la política social de transferencias condicionadas (Prospera, antes Oportunidades) se basó en el supuesto de que los pobres eran pobres porque se portaban mal y porque reproducían generacionalmente el comportamiento que los sumía en el círculo vicioso de la pobreza. Puso el énfasis en la responsabilidad individual, aun cuando lo que se proponía era paliar un problema estructural. No solo en México hubo exabruptos como el de la infausta Rosario Robles (quien dijo que las indígenas tenían hijos para allegarse de ayudas), sino que en su propio diseño, en el mundo, hay una clasificación de incentivos que establece, además de un afán correctivo, una división entre pobres que merecen y los que no merecen ayuda. El enfoque predominante, focalizado, era de necesidades, no de derechos, y condicionaba la ayuda para satisfacer dichas necesidades al cumplimiento de obligaciones como ir al médico, inscribirse en la escuela u otras que la política suponía incumplidas por razones propias de la dinámica familiar (y no de la estructura social). Hay quien dice que esta política, impulsada y premiada por el Banco Mundial, debió mejorarse más que eliminarse. Sin embargo, sus supuestos y su espíritu de castigar a los pobres no era mejorable con una reforma en especial, y mucho menos sus defectos de operación, como la sustracción inopinada de recursos de las transferencias por parte de los intermediarios o la simulación de citas médicas (y a veces el hecho de que se cobrara por la firma por parte del personal). Después de más de 20 años, por si fuera poco, no logró revertir la situación estructural de pobreza de sus beneficiarios.
Por otro lado, y aunque pese a los técnicos de la política social, el principal incentivo para el impulso y el mantenimiento de esta política fue clientelismo electoral. Son varios académicos los que han identificado como parte de la dinámica de competencia electoral el impulso a programas como Bolsa Familia, por parte de Lula, o Progresa, por parte del PRI (lo han dicho Huber y Stephens, Ewig, Garay y Díaz Cayeros). Fundamentalmente, porque colocaba en manos de intermediarios dos tipos de decisiones: a) estar en la población en que se focalizaba la política, y b) la verificación del cumplimiento de las corresponsabilidades que eran requisito para ser beneficiario. Además, la circulación de efectivo hacía al programa especialmente corruptible.
Si, como ha prometido el gobierno de López Obrador, las transferencias serán ahora universales y hechas por medios electrónicos o cheques, los riesgos tradicionales se disminuirán al mínimo. Hay otros riesgos, sin embargo. El principal que se avista es pensar que la política social se acaba en las transferencias y olvidar así los servicios públicos.