Algo debe tener de sintomático, quizá de la mezquindad y la crueldad de la política, quizá del tono de la conversación pública de nuestros días, que Ricardo Anaya anuncie tantas veces, con iguales bombos y platillos, su regreso a la escena política nacional, porque vuelve siempre a ser noticia y vuelve siempre a ser irrelevante a los pocos días.
Dentro del panismo, pocos le hacen caso —quizá solo lo hace Marko Cortés, que es el presidente del PAN pero sigue siendo Marko Cortés—, mientras dentro de la oposición concita poco más que burlas masivas. Sin embargo, debe concederse al ex candidato presidencial, antes ídolo predilecto de los politikids del país, el mérito de hacer un lance serio, con una agenda —aunque sea la de la regresión—, con un libro —aunque sea malo, falto de originalidad, con la potencia de un trabajo escolar, pero claramente escrito por él— y con una estrategia al final clara al menos en sus dichos, de acuerdo con su anuncio de que recorrerá los municipios de México, empezando por mil de ellos con las miras puestas en 2024.
Todos imitamos, es cierto. En política, a diferencia de la vida cotidiana, es siempre mejor saber a quién se está imitando para dominar lo que se imita en lugar de convertirnos en presa de nuestros modelos. Ricardo Anaya —así lo analizó Jorge Márquez— comenzó por imitar a Enrique Peña Nieto, pero lo que era una relación cercana a la admiración se tornó en una animadversión oportunista que terminó por dominar al ex candidato presidencial y lo llevó a la ruina política. Quizá Anaya maduró: los políticos maduros saben a quién imitan, por qué lo hacen, en qué circunstancia. Y en eso puede concederse que el ex candidato ha tenido un avance, si ha de aceptar, por su parte, que está imitando a López Obrador, modelo de una nueva política donde el pueblo cuenta y hay que escucharlo para conocerlo. Así como suele decirse que Margaret Thatcher dijo alguna vez, socarronamente, que su mayor logro se llamaba Tony Blair, así podríamos decir que el mejor síntoma del cambio político en México causado por Andrés Manuel López Obrador, de la democratización, se llama Ricardo Anaya. En este caso, la imitación es un homenaje que la oposición reaccionaria rinde a la hegemonía transformadora y creo que marca bien el horizonte político al que tendría que aspirar una oposición más o menos constructiva.
Por otro lado, la posibilidad del lance de Anaya también denuncia, involuntariamente, la falta de referentes morales, políticos e intelectuales en la derecha. Si hubiera intelectuales potentes de ese lado del espectro ideológico, su libro —un compendio de ideología fracasada del régimen de la transición— no sería ni siquiera considerado para publicación. Si hubiera un líder en Acción Nacional, en el PRI, en Sí Por México, Ricardo Anaya no podría siquiera especular con la candidatura presidencial de 2024. Si hubiera un luchador demócrata ejemplar, como los que hace décadas no se ven desde la derecha, la seriedad aparente del lance de Anaya no resultaría novedosa.