México ha sido tradicionalmente un país cuya población tiende a ser feliz. Cuando Andrés Manuel López Obrador era jefe de gobierno del Distrito Federal, por ejemplo, sus opositores le reprochaban que presumiera un ranking en el que la capital del país aparecía como una de las ciudades más felices en un comparativo internacional. La medición les parecía poco seria y, a tono con el individualismo de la teoría neoliberal, señalaban que se trataba de una condición subjetiva, no objetiva. Quizá de ese recuerdo le vino la idea de fabricar indicadores distintos al producto interno bruto para dar cuenta del estado del país, de medir la felicidad, un planteamiento que al parecer no se concretó en una propuesta gubernamental.
Medir la felicidad no es cosa sencilla, pero desde hace años se han desarrollado métodos para hacerlo que nos permiten estimar cómo evalúan las personas su experiencia vital, o sea la condición subjetiva, y las causas materiales que propician que se sienta de esa manera. Uno de los esfuerzos que se ha hecho consistentemente desde hace 10 años es el “Reporte de felicidad mundial”, realizado por expertos de varias y prestigiadas instituciones académicas, construido con datos de encuestas y que ofrece, además, una explicación de las razones del grado de felicidad en cada país.
México ha dejado de ser de los países mejor colocados en dichos reportes. Este año, el reporte mundial de felicidad sitúa a nuestro país en el lugar 46 de 146, por debajo, en nuestro continente, de Nicaragua, Chile, Guatemala, Brasil, Panamá, Uruguay, Costa Rica, Estados Unidos y Canadá. Por diversas circunstancias, el país está entre los 10 que han caído más lugares en el ranking de felicidad durante el decenio, acompañando en esa condición a Líbano, Venezuela, Afganistán, Lesoto, Zimbabue, Jordania, Zambia e India. Esa condición no nos hace estar en la parte baja de la tabla —repito que las personas en México solían declararse felices—, sino todavía en un sitio medio. En el promedio 2013-2016, por ejemplo, México ocupaba el lugar 21; en el reporte de 2018, el 24; en el de 2019, el 23; en 2020 el 24 y en 2021 el 36. La oposición no ha dudado en medrar con esta estadística, en considerarla seria esta vez, en utilizarla para golpear a López Obrador, como si no hubiera existido una pandemia que rompió la normalidad del mundo entero, que nos hizo más infelices a todos, por la muerte, el encierro, la crisis económica. La pérdida de felicidad se ha configurado de diferentes modos en cada país, pero podemos decir que, en general, los últimos 10 años han sido malos para el mundo y la tendencia se ha agudizado en los años más recientes. Estos 10 años, según consigna el reporte, ha crecido sostenidamente el número de personas que se sienten tristes, enojadas, preocupadas o estresadas. No hay manera de que esto no afecte la política. En México, prácticamente la totalidad de la oposición y cierto sector del oficialismo, parecen sentirse cómodos ante esta situación que, alentada por la política emocional y afectiva de las redes sociales, se extiende cada vez a más países, pues convocar a la catarsis de las emociones negativas es mucho más fácil que forjar proyectos y programas políticos tejiendo voluntades colectivas.