Bien podría ser que eso que llaman constantemente polarización sea en realidad una cosa mucho más compleja y profunda, de larga data, de historia viva. Desde siempre, hemos vivido en países más o menos diferentes, o, si se prefiere, con relaciones tan asimétricas que resulta difícil habitar un espacio público en común que nos iguale como mexicanos, sino que se producen varios segmentados.
En el parto de la nación, si se acepta que México surgió en el siglo XIX, encontrar un piso común fue imposible para los liberales, aunque pensaban que podían derrotar a los conservadores en su perspectiva de que fuera la religión católica el cemento unificador de un espacio para la comunidad nacional. No sabían, en cambio, qué hacer con el componente plebeyo del país —menos con el indígena— y optaron por ignorarlo, por hacer como si no existiera en la comunidad política. El sujeto indígena resultaba problemático. Y tanto, que en las experiencias constituyentes del XIX, e incluso en la post-Revolución mexicana, hubo voces ilustradas del santoral liberal que convocaron a ignorar a los indios, a no mencionarles en el texto constitucional, a borrarlos de la comunidad política y, si era posible, de la sociedad, enviándolos a reservas físicamente apartadas —aunque fueran mayoría. Se trata de un problema político de toda Nuestra América y proviene del patriotismo criollo, pero me desviaría si me extiendo por esa rama.
Tras la Revolución mexicana, sin borrarse esta concepción de la diversidad étnica como obstáculo para el desarrollo del país, hubo un esfuerzo importante del Estado y los intelectuales para dotar de contenido a la nación. Fue una mezcla densa, aunque fuera poco coherente —así son las naciones—, del arte del nacionalismo defensivo, el indigenismo que destacaba al indio del pasado como raíz pero invitaba al del presente a ser o folclórico o mestizo; del nacionalismo de lo público de Lázaro Cárdenas, la Unidad Nacional Ávilacamachista, la doctrina de la mexicanidad de Sánchez Taboada que coincidió con el PAN y que reclamó un lugar para el catolicismo como definitorio de la nacionalidad y un largo etcétera.
Fue importante, porque el proceso mismo de modernización robusteció la estructura de dos países, uno urbano y uno rural, difíciles de unir en el espacio político.
Ese piso era antidemocrático, y entonces lo quitamos a conciencia. Pero no hubo en nuestra época neoliberal tanta atención al piso en común, entre otras cosas porque se consideró la historia (y la “historia oficial” primordialmente) como un lastre que impedía el desarrollo, que promovía el resentimiento, el victimismo, el complejo (lo dice Aguilar Camín así en su Nocturno de la democracia mexicana). La épica ciudadana de la transición tampoco dotó de mucho contenido a ese piso; fue más bien una carpetita asfáltica milimétrica que se botó a la primera lluvia. En el espacio fragmentado, hay grandes islas que no se hablan, habitan países distintos, hacen poco por entenderse y defienden sus territorios.
Y en el proyecto cultural del obradorismo no hay tampoco un diseño de ese necesario piso nuevo, como no sea reeditar un poco el de la post-Revolución mexicana, con sus propias contradicciones.