Andrés Manuel López Obrador ha propuesto y empezado a cultivar el germen de un sistema de seguridad social universal que, de ser exitoso, transformará la comunidad nacional. Eso es lo que significa la reforma al artículo cuarto constitucional, que está por discutirse en este periodo de sesiones del Congreso de la Unión. La intelectualidad mexicana, vanidosa, está más pendiente de lo que concibe como la destrucción de su legado que de los cambios del presente y su significado; para ellos, la primera requiere de razonados lamentos, pero los segundos ocupan sólo respuestas prefabricadas: se trata de clientelismo, desinstitucionalización, cálculo electoral, populismo, improvisación. Parece más importante fustigar los cambios que entenderlos. En el fondo, se trata de una reacción de afirmación propia ante los cambios (porque todo cambia, menos el análisis).
Cambiar un régimen implica, primero, una labor de demolición y esmerada destrucción de los entramados que se pretenden recrear, pero implica también una labor de construcción institucional que encauce la voluntad colectiva. Lo que se ha destruido los últimos años, particularmente entre 2018 y 2019, es el régimen neoliberal, que pretendió una modernización política y económica que llevaría al país a la prosperidad —según sus promotores—, para después distribuir la riqueza. Su fracaso no podía ser más estrepitoso y ha corrido mucha tinta sobre ello. Pero menos y peor se ha dicho sobre lo que ahora se está construyendo, porque la crítica al gobierno de López Obrador estaba ya prefabricada en sus trazos más gruesos, en los que no ha dejado de ratificarse. Por eso mismo, dicha crítica ha encontrado pronto sus límites.
Todos estamos de acuerdo en que una de las claves de la pretendida construcción del nuevo régimen es la política social; hay coincidencia también en que ésta tendrá un respaldo popular que puede traducirse en votos para quienes la representen y garanticen su vigencia; en eso consiste la democracia. Pero eso —la política social y un régimen de respaldo mayoritario— es un problema para los críticos. No atinan bien a estructurar por qué, pero la fundación de un régimen que la mayoría respalde les parece un proyecto autoritario, artificial, clientelar y, en última instancia, menos democrático que el anterior. Primero se agitó el fantasma de la reelección presidencial, pero, como el espantajo no prosperó en su camino, hubo que transformar el argumento.
Ahora está más claro: no se trata de que voten a López Obrador y ni siquiera de que su potencia electoral en el referendo revocatorio impulse a los candidatos de Morena —pues la oposición pidió que los ejercicios se realizaran en fechas distintas y se concedió—, sino que la gente quiera dar continuidad a un régimen. Sus críticos, casi sin excepciones, dicen que se va a conseguir. Y llegados a este punto, la crítica abraza el absurdo, pues supone que lo mejor y más democrático sería que el presidente promoviera políticas impopulares y que el buen gobierno no se premiara electoralmente, para proteger los contrapesos o lo que sea. En el fondo, los intelectuales de la transición a la democracia festejan la fragmentación política del pasado, que confundieron con una pluralidad que no lo era, pues no hay pluralidad con un sólo programa ideológico, aunque lo suscriban partidos con colores e historias distintas. En este ensayo sostengo que el débil cemento que articula la crítica de la política social del gobierno actual como clientelar y antidemocrática, no es otro que el de la denigración de los pobres, aunque se vista de crítica al diseño institucional.
El asunto fundamental
La reforma al artículo cuarto constitucional es muy superior a lo que han detectado en ella los adversarios de los programas sociales, y consiste en establecer la obligación al gobierno mexicano, independientemente de quién lo encabece, de pagar una pensión universal a los adultos mayores —recuperando así el hecho de que las pensiones estén en función de la vejez y no de la antigüedad laboral—, a las personas con discapacidad permanente y a instituir un Sistema Nacional de Salud para el Bienestar que dote de servicios médicos y medicamentos gratuitos a toda la población, especialmente a aquella que no cuenta con seguridad social tripartita. Además, como la educación es parte fundamental de la prevención de riesgos sociales, la reforma mandata también la institución de un sistema de becas “para estudiantes de todos los niveles escolares pertenecientes a las familias que se encuentren en condición de pobreza”.1 En pocas palabras, la reforma tiende —mediante las medidas concretas conocidas— a garantizar el derecho humano a la seguridad social que, a juzgar por la cantidad de cambios y esfuerzos que implicará en diversos entramados gubernamentales —particularmente en el ámbito fiscal—, será una de las guías principales de las reformas e instituciones que habrán de construirse bajo el régimen posneoliberal.
Si la política de “desarrollo” social antes se planteaba como asistencialista y focalizada en la generación de capacidades para romper los ciclos intergeneracionales de la pobreza —aspectos en los que se fracasó—, la política actual de bienestar aspira a hacer realidad el derecho humano a la seguridad social, un derecho consagrado en numerosos instrumentos internacionales que no glosaré, con el objetivo de “contribuir al bienestar personal y social, y que comprende un conjunto de transferencias y servicios de carácter solidario y público, cuya responsabilidad fundamental recae en el Estado, y que buscan proteger a los individuos y las colectividades ante riesgos sociales, que reducen la vulnerabilidad social y promueven la recuperación ante las consecuencias de un riesgo social materializado, dignificando así las distintas etapas de la vida, y promoviendo la inclusión y el reconocimiento de la diversidad social”.2 Así, México actualiza el reloj de su historia.
La denigración a los pobres
La política más importante en lo que va del sexenio y que pretende institucionalizarse mediante una reforma constitucional, ha sido —sin embargo y como ya anticipé— malinterpretada con los lugares comunes del pasado, en buena medida por temores electorales y por preconcepciones ideológicas que, de tan asentadas, se han convertido en reflejo ante todo lo que no puede comprenderse a simple vista. A partir de dichas preconcepciones, Leo Zuckermann, Sergio Sarmiento y María Amparo Casar han elaborado un curioso argumento sobre los programas sociales, para atarlos al concepto de clientelismo. Según lo que han escrito en medios como Nexos, Excélsior, Reforma y Contenido, la política social del gobierno de México estaría destinada a generar una sólida base electoral clientelar que distorsionaría la contienda electoral pues, de alguna manera, induciría un agradecimiento indebido a quien hace caravana con sombrero ajeno. Casi todo está mal en ese razonamiento, elaborado con mayor detalle y esmero por los autores con quienes aquí discuto, pero que, en sus líneas principales, es repetido en buena parte de la conversación pública sobre el tema.
La distorsión —según Sarmiento y Zuckermann— viene de que a los humanos les gusta recibir cosas gratis y son agradecidos con el dador, por buena educación. Los beneficiarios, sin embargo, no comprenden que las ayudas a los más necesitados hay que agradecerlas al contribuyente solidario, pues se pagan con los impuestos de todos los demás, quienes tributan no para andar repartiendo, sino para tener servicios públicos. Finalmente —este argumento es sólo de Sarmiento—, las políticas del presidente tienen el defecto de dar el pescado sin enseñar a pescar, ya que “la solución de fondo no es repartir caridad sino construir prosperidad”; es decir, lo que venimos haciendo desde 1982.3 El problema, como siempre para el neoliberalismo, principalmente son los pobres: “La entrega directa de recursos a los pobres, por otra parte, genera lealtades políticas y compra votos, lo cual no le desagrada al presidente”.4 Los pobres, obviamente, seguramente, inevitablemente, están mal informados, según lo que señala Sarmiento, pues 12 años después de que Andrés Manuel dejara la jefatura de Gobierno del Distrito Federal, “los beneficiarios de la ayuda a adultos mayores de la capital seguían considerando el recurso como una dádiva personal del actual presidente López Obrador”.5 Los pobres funcionan así: votan por el que da y tienen memoria de vasallos. Por eso, según María Amparo Casar:
“La pobreza es donde abreva el clientelismo. Esto lo tiene bien claro López Obrador y de ahí su política social. La falta de planeación y la improvisación están presentes en muchas de las políticas públicas de López Obrador, no en las “políticas-políticas” del gran benefactor. Si algo hay en el proyecto político del presidente López Obrador, es lo que falta a su proyecto económico: una planeación de largo plazo con minuciosa anticipación y medición de costos y beneficios. Estamos frente al proyecto de legitimación y permanencia en el poder más ambicioso que haya conocido la exigua democracia mexicana: el diseño de un tecnócrata electoral de altos vuelos. Se le olvida un detalle, el apoyo popular y electoral no alcanzan para sacar al país adelante.”6
Los pobres aparecen entonces no como ciudadanos que han accedido al ejercicio de un derecho, sino como súbditos agradecidos con el gran benefactor, como instrumento de legitimación e instrumento electoral. El apoyo popular y electoral —el triunfo democrático— no resultaría de un respaldo racional por buen gobierno; para los analistas es un intercambio crudo, apoyo comprado y, lo que es aún peor, con el dinero de todos los demás, quienes sí pagan impuestos.
Pero tampoco es así. Que los “contribuyentes” sean quienes financian las transferencias los que no contribuyen es simplemente falso. Los ingresos al fisco por concepto de impuestos en 2020 alcanzarán 57% de los ingresos totales y será menos de 40% lo que se obtenga por Impuesto Sobre la Renta, pagado exclusivamente por los agentes económicos usualmente llamados formales, trabajadores asalariados y empresarios. Los impuestos al consumo —en particular el Impuesto al Valor Agregado— los pagamos todos, y los pobres en mayor medida respecto de su ingreso, de manera que todos los programas sociales son de contribución indirecta, en lugar de no contributivos como suele decirse. Son significativos, además, los ingresos obtenidos por renta petrolera, que bien pueden repartirse entre la gente: es dinero de la nación que no salió del bolsillo de ningún clasemediero ofendido.
Por si fuera poco, suponer que quienes están en situación de “informalidad” no contribuyen, obvia la realidad de que es justamente la falta de derechos efectivos para esa población la que subsidia los bajos costos de los bienes y servicios que producen y son consumidos por una parte de la población más pobre en situación de formalidad. La informalidad —en ese sentido— subsidia a la economía formal. Fernando Escalante Gonzalbo suele ilustrarlo con la venta de comida. Afuera de los Vips, las fábricas y los talleres, suele haber comercio informal de comida. Los trabajadores de esas empresas no cuentan con un salario que les permita satisfacer sus necesidades alimenticias en un establecimiento formal; no pueden hacer dos comidas hasta la saciedad en el Vips y aspirar a que su salario rinda. Los “informales” que los alimentan no se constituyen como empresa ni pagan cuotas de seguridad social —no podrían hacerlo y mantener un precio competitivo para sus mercancías en ese mercado—; a cambio, están desprotegidos ante cualquier contingencia. Esa desprotección es un impuesto mucho más costoso en términos humanos y lo cobra el sistema económico. Es un impuesto biopolítico a la pobreza, asignado sobre todo a los países periféricos y semiperiféricos, que concentran más de 93% de la informalidad. De modo que el aserto de que las transferencias gubernamentales significan una dádiva (algo que se otorga gratis) a una parte de la población (pobre), por parte de otra (que paga impuestos y es solidaria), es absurdo, insostenible, con un fondo clasista, paternalista —“te doy en lo que eres capaz de emanciparte”— y esconde mal su desprecio a la capacidad cognitiva de los pobres, quienes no entenderían que quien da el dinero son los contribuyentes y no el gobierno, menos el gobernante en turno.
La política de “enseñar a pescar” ya se instauró durante el neoliberalismo y fracasó, técnica y moralmente. No se enseñó a pescar a nadie, pero sí se excluyó y castigó a los pobres. La política social del neoliberalismo intentaba combinar la responsabilidad individual y la necesidad de insertarse en un mercado pretendidamente libre. Para recibir Oportunidades, por ejemplo, era preciso comprobar hasta el detalle que se era pobre y, por otro lado, que se actuaba correctamente para romper el ciclo intergeneracional de la pobreza; que uno se portaba bien, llevaba a los niños a la escuela y asistía a la consulta médica. Las transferencias condicionadas y focalizadas, pese al aumento de gasto que significaron en el presupuesto, no lograron romper la reproducción de la pobreza, ni siquiera disminuirla sustancialmente, como el mismo Sarmiento observa. El combate a la pobreza se convirtió en el combate a los pobres y se habló de su transmisión como si se tratara de una enfermedad.
Dichas políticas prohijaron, en cambio, una red de intermediación corrupta y una burocracia que consumía muchos recursos y, lo peor, generaron una franja de ciudadanos de segunda clase a los que se daban “ayudas” para reparar un fallo del mercado: se trataba de una política basada en la desconfianza que aspiraba a habilitar a la gente para que superara la pobreza más descarnada y sólo hasta ese punto; de lo contrario, podría perder su ética del trabajo. Al final, esta política social transfirió la situación de marginación y pobreza a la responsabilidad individual, así fuera tutelada. Su misión era normalizar la dinámica social de mercado, no el bienestar de las personas. Ahora la ecuación y el diseño institucional han cambiado: se apuesta por programas de vocación universal —salud, becas y pensiones, principalmente— que reduzcan al mínimo la intermediación y que, de ser posible, la eliminen.
El clientelismo constitucional y otras radicales innovaciones teóricas
La noción de clientelismo supone la reducción de la política a la lógica del intercambio, que existe siempre en ella, aunque suele coexistir con la formación de voluntades colectivas, procesos de identificación y representación. En el clientelismo lo determinante sería el intercambio crudo de favores por votos o instrumentos para conseguirlos. Se trata de una relación concreta y requiere de intermediarios que controlen la lealtad con el acuerdo. Por eso, los programas de transferencias condicionadas se prestaron para realizar este tipo de relación política: mientras más condiciones debían ser verificadas por el intermediario, mayor era su poder. Por eso, la figura del intermediario o del bróker es fundamental en toda la producción académica de ciencia política que trata el tema del clientelismo.
No hay, entonces, nada menos clientelar que el enfoque de los derechos, menos si medidas concretas para ejercerlos se constitucionalizan y se hacen exigibles, como sucedió en los regímenes de bienestar más robustos durante el siglo XX, como Noruega o Dinamarca, los casos de cajón cuando se habla de protección social. Están, sin embargo, otros de los que se habla menos pero que han constitucionalizado el bienestar con diversos grados de especificidad, como España o Italia. Otro ejemplo —quizá más cercano a nosotros— es Brasil, que en su constitución de 1988 reconoció el derecho a la seguridad social, los programas específicos que ésta comprendería y la manera de financiarlos, para alcanzar un sistema estable que se ha gestionado en sus diversas ramas —sea para trabajadores en situación de formalidad o de informalidad— como política de Estado y no a capricho y que, según diversos estudios, ha sido fundamental para disminuir la pobreza y la desigualdad.7 Constitucionalizar, en resumen, separa el ejercicio de los derechos del gobierno en turno y da mayor certidumbre sobre su permanencia, en las Américas o allende los mares; constitucionalizar, como se pretende con la reforma al artículo cuarto presentada por el presidente de la república, implica interponer un trabuco contra el uso clientelar de las transferencias del sistema de seguridad social. Y también es cierto lo contrario; en Estados Unidos, por ejemplo, la vía que abrió la puerta a la crisis social, el incremento de la desigualdad, el crimen y la violencia fue —según registra Loïc Wacquant— la desinstitucionalización de las transferencias de la Social Security Act de 1935 —especialmente aquellas para madres solteras— y la descentralización de dicha política desde los años noventa.8
En el mundo desarrollado le llaman socialdemocracia y bienestar. Aquí le llaman populismo o clientelismo, porque se supone que los pobres son manipulables. Es casi transparente. A la lealtad política de personas de mayor ingreso suele llamársele lealtad política, aunque el intercambio de favores por votos, cabildeo o financiamiento para campaña sea mucho más crudo y concreto; más concreto —desde luego— entre más ricos sean los clientes del político: contratos, privilegios fiscales y tolerancia en la aplicación de algunas leyes; todo eso se puede intercambiar sin merecer el desagradable epíteto. Si se trata de pobres es otra cosa, aunque el intercambio sea abstracto. Lo muestra con mucho desparpajo y deshaciéndose de cualquier variable adicional María Amparo Casar, quien hace alegres números con la voluntad de los pobres, tan uniformes entre sí (recordemos que el clientelismo, según ella, abreva en la pobreza). Dice Casar: en 2021 habría 23 millones de personas beneficiadas, equivalentes a 25.7% del padrón electoral para ese año de elecciones intermedias. Respecto a los intermediarios en la distribución de los programas sociales, Casar concluye: “Y ¿por qué habría de haberlos? Los intermediarios diluyen el efecto personal. Es López Obrador el responsable, el garante, el filántropo, el benefactor”.9 Y continúa: “La pregunta es ¿cuánto pesarán estos beneficiarios agradecidos en el padrón electoral? y la respuesta es 25.7%. Pero considerando la tasa de participación, su peso aumenta al doble y representarían el 50.3% de los votos emitidos. Suficientes para volver a tener la mayoría”.10
Ya rehicimos la teoría política. Hay ahora clientelismo sin intermediarios, una teoría del votante pobre y el impacto de las transferencias directas; descubrimos, además, que —con una lanita— los pobres se convierten en entusiastas electorales y van a las urnas en mayor medida que los ciudadanos en aquellas democracias en donde el voto es obligatorio. Adicionalmente, podríamos reescribir la historia de la construcción de los regímenes de bienestar, cuyas transferencias monetarias serían ambiciosos “proyectos de legitimación y permanencia en el poder”, tal como el presente, el “más ambicioso que haya conocido la exigua democracia mexicana”, aunque seguramente dichos proyectos fracasaron en los países desarrollados porque los ciudadanos eran más aguzados y menos agradecidotes que los mexicanos parroquiales. Podríamos incluso descubrir, si se consulta el “Informe sobre protección social en el mundo” de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que hay una gran conspiración mundial de la tecnocracia electoral de altos vuelos que ha generado políticas similares en otras partes del mundo. De cualquier manera, da para escribir algunos libros y desandar muchos años de estudios, tanto sobre la política cuanto sobre la mexicanidad. El problema con estas originales aportaciones es que llevarlas a sus últimas consecuencias nos devolvería al siglo XIX y al voto exclusivamente para los propietarios y quienes gocen de una cierta categoría social que les permita decidir libremente. No es, por cierto, la única pulsión aristocrática que se eleva en el antiobradorismo en estos meses, pero ya habrá tiempo de hablar de las otras.
¡Ay los pobres! ¡Ay su agradecimiento y desinformación! ¿De verdad cree Sergio Sarmiento que algunos abuelos no entendían que Mancera gobernaba la ciudad y por ello se referían a la “pensión de López Obrador”, todavía en el gobierno 2012-2018? Quizá lo crea, pero no: la gente no es idiota. Sabe perfectamente quién gobierna y cómo lo hace; precisamente por eso es que guarda lealtad a quien abrió el camino al ejercicio de los derechos, de los que se apropia independientemente de quién gobierne después: López Obrador innovó al crear esa pensión en la Ciudad de México, que después replicaría el gobierno federal. No es raro que lo recuerden, así como muchos ejidatarios recuerdan al general Cárdenas y su intenso reparto agrario. No hace falta ninguna sofisticación para entender que el erario se integra con dinero de todos, pero es necesario mucho desprecio para pensar que los beneficiarios de la política social son incapaces de comprenderlo.
Leo Zuckermann da en el clavo —creo que sin querer— cuando dice que “puede que en 2021 lleguemos con malos resultados en economía y seguridad. Sin embargo, habrá muchos millones de mexicanos agradecidos”11 por recibir los programas sociales. Y sí: precisamente ese es el espíritu del derecho humano a la seguridad social, quizá de lo que la OIT llama piso mínimo de protección: “conjuntos de garantías básicas de seguridad social definidos a nivel nacional, que aseguren la protección dirigida a prevenir o aliviar la pobreza, la vulnerabilidad y la exclusión social. Estas garantías deben asegurar como mínimo que, durante el ciclo de vida, todas las personas necesitadas tengan acceso a una atención de salud esencial y a una seguridad
básica del ingreso”. Todas las personas —no sólo los ricos y los clasemedieros— deben poder garantizarse los mínimos de bienestar, aun si la economía no crece como querríamos o si la violencia continúa. Ese bienestar mínimo no es “agradecimiento por recibir cosas gratis” sino, repito, buen gobierno, el ejercicio de un derecho humano. El alarido conservador que anticipa la victoria electoral del obradorismo equivale a un absurdo: “no se vale, están haciendo un buen gobierno en materia social y eso desequilibra la cancha”. Para lograrlo hubo que dar una batalla política y habrá que continuarla, pero esa es sólo una pequeña parte del camino por andar.
La política del bienestar no quiere reparar una falla del mercado ni enseñar a pescar, pues, aunque uno sepa pescar, no puede hacerlo sin un mínimo de energía en el cuerpo. Se trata de que, aunque uno no sirva para la pesca, tiene tanto derecho a la vida como quien tampoco sirve para ella pero nació en otra cuna, en otra clase social. Se trata de un nuevo sistema no corporativo en cuya necesidad coincidirían tirios y troyanos. Se trata de desvincular el acceso al ejercicio de un derecho de la categoría laboral que uno tenga. En esa tarea pendiente coincidimos de un lado y otro del espectro ideológico. Véase que el proyecto de reforma de López Obrador comparte algunas de las propuestas de Santiago Levy para transformar la seguridad social, pero también coincide con Julio Frenk cuando, por ejemplo, destaca que “En el proyecto original de la seguridad social, de 1943, el acceso a las prestaciones quedó condicionado a tener un trabajo asalariado, volviéndolo parte de la relación laboral entre el empleador y el empleado. Por eso la seguridad social está legislada en el artículo 123 de la Constitución, relativo a los derechos laborales, y no en el artículo 4º, que consagra los derechos sociales universales”.12 De esa magnitud es el cambio propuesto por el presidente y la constitucionalización de la nueva seguridad social mexicana.
Aunque la reforma al artículo cuarto, de aprobarse, será un gran avance, faltará todavía un buen trecho para alcanzar el ejercicio efectivo del derecho humano a la seguridad social, base del bienestar. No sólo debería haber pensiones mínimas para los ancianos y las personas con discapacidad, sino —atendiendo a la circunstancia mexicana de la guerra— también una para huérfanos, en grave situación de riesgo. Igualmente, y como en algunos Estados europeos, tendría que haber apoyos y licencias universales de maternidad y paternidad, para el desempleo, para accidentes y enfermedades laborales. Pero el principal pendiente de la nueva seguridad social mexicana no radicaría en la esfera de las transferencias, sino en la de los servicios. Son por lo menos tres aquellos que hace falta plantearse y que podrán concretarse, seguramente, después de una reforma fiscal: un sistema público uniforme de estancias infantiles, una política de vivienda para quienes carecen de un empleo asalariado formal (quizá mediante un sistema que privilegie el alquiler de vivienda social y no su propiedad) y la garantía de acceso al agua y su saneamiento. Por ahora, el principal reto es la puesta en marcha del Instituto de Salud para el Bienestar, cuya junta de gobierno se instituyó el pasado 19 de diciembre y comenzó sus funciones a inicios de este año.
En la dinámica boxística —o de la lucha libre—cotidiana, lo más importante pasa ante nuestros ojos como si fuera trivial y del mismo modo en sentido contrario. Por eso a veces conviene hacer una pausa. Creo que está claro ahora que lo que está en juego no son solo los “programas estrella de AMLO”, sino la fundación de un nuevo sistema de seguridad social —aunque algunos prefieran decir protección social— muy diferente a la política de desarrollo social que pretendía —por medios focalizados, condicionados e intermediados— romper ciclos de pobreza para corregir fallas del mercado y que fracasó radicalmente en varios países, incluido el nuestro. No es una estrategia electoral o una chispa politiquera, más allá de lo que todo buen gobierno debe redituar en las urnas, sino una auténtica nueva política de Estado en materia de bienestar. No es clientelismo, sino todo lo contario: la institucionalización en la constitución de disposiciones que serán exigibles, aunque cambien los gobiernos. No es, entonces, la marca personal del presidente; es el gobierno cumpliendo con la obligación social de garantizar a la gente la supervivencia. Todo eso tiene nombre y no es “clientelismo”, no se dice así: se dice “derechos”. EP
política de vivienda para quienes carecen de un empleo asalariado formal (quizá mediante un sistema que privilegie el alquiler de vivienda social y no su propiedad) y la garantía de acceso al agua y su saneamiento. Por ahora, el principal reto es la puesta en marcha del Instituto de Salud para el Bienestar, cuya junta de gobierno se instituyó el pasado 19 de diciembre y comenzó sus funciones a inicios de este año. En la dinámica boxística —o de la lucha libre—cotidiana, lo más importante pasa ante nuestros ojos como si fuera trivial y del mismo modo en sentido contrario. Por eso a veces conviene hacer una pausa. Creo que está claro ahora que lo que está en juego no son solo los “programas estrella de amlo”, sino la fundación de un nuevo sistema de seguridad social —aunque algunos prefieran decir protección social— muy diferente a la política de desarrollo social que pretendía —por medios focalizados, condicionados e intermediados— romper ciclos de pobreza para corregir fallas del mercado y que fracasó radicalmente en varios países, incluido el nuestro. No es una estrategia electoral o una chispa politiquera, más allá de lo que todo buen gobierno debe redituar en las urnas, sino una auténtica nueva política de Estado en materia de bienestar. No es clientelismo, sino todo lo contario: la institucionalización en la constitución de disposiciones que serán exigibles, aunque cambien los gobiernos. No es, entonces, la marca personal del presidente; es el gobierno cumpliendo con la obligación social de garantizar a la gente la supervivencia. Todo eso tiene nombre y no es “clientelismo”, no se dice así: se dice “derechos”. EP
Los pobres aparecen entonces no como ciudadanos que han accedido al ejercicio de un derecho, sino como súbditos agradecidos con el gran benefactor, como instrumento de legitimación e instrumento electoral.
1. “Proyecto de decreto por el que se reforma y adiciona el artículo 4º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de bienestar, presentado por el Presidente de la República ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión el 19 de noviembre de 2019”, en gaceta.diputados.gob.mx.
2. Esta propuesta puede consultarse en Mariela Sánchez-Belmont, Miguel Ángel Ramírez Villela y Frida Romero Suárez, 2019, “Propuesta conceptual para el análisis de seguridad social de la CISS”, en Cuadernos de Historia, teoría y bienestar 2, México, Conferencia Interamericana de Seguridad Social, p. 72.
3. Sergio Sarmiento, “Racismo social”, El siglo de Torreón, 21 de noviembre de 2019.
4. Sergio Sarmiento, “Gasto social y pobreza”, Contenido, 24 de mayo de 2019, en contenido.com.mx.
5.Sergio Sarmiento, “Ayudar a los pobres”, El siglo de Durango, 4 de abril de 2019.
6.María Amparo Casar, “El gran benefactor”, Nexos, marzo de 2019.
7. Pueden verse Claudia Robles y Vlado Mirosevic, Sistemas de protección social en América Latina y el Caribe: Brasil, CEPAL, Santiago, 2013; y Milko Matijascic, “Brazilian Social Policy: Outcomes and Dilemmas”, IPEA Discussion Paper, núm. 238, 2019.
8. Loïc Wacquant, 2009, Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la inseguridad social, Barcelona, Gedisa. Ver en particular la primera parte, “La pequeñez del Estado de bienestar social”.
9. María Amparo Casar, op. cit.
10. María Amparo Casar, “Un hombre previsor”, Excélsior, 6 de marzo de 2019.
11. Leo Zuckermann, “El poder de AMLO y los programas sociales”, Excélsior, 9 de diciembre de 2019.
12. Julio Frenk, 2019, Proteger a México, México, Cal y arena, p. 50.
Nota tomada de Este País