Releo una crónica de Ricardo Garibay sobre Gustavo Díaz Ordaz que mezcla críticas y empatía. Es un texto problemático, entre otras cosas porque Díaz Ordaz becó a Garibay y lo incluyó en su entorno más cercano sin haber, aparentemente, mucha razón ni explicación. Le caía bien y le gustaba platicar con él.
Además de la química personal, sin embargo, creo que había otro asunto de fondo, más de régimen que de estilo personal de gobernar. Los intelectuales importaban para dar un rumbo al gobierno: coordenadas ideológicas, interpretación histórica para salir de la cotidianidad de la grilla, de la inmediatez del poder. Y esto no era palpable solo en el papel que le dio Díaz Ordaz a Garibay, que después le daría también Echeverría, sino en el que jugaban muchos otros políticos intelectuales de un perfil que iría desapareciendo poco a poco. Díaz Ordaz mismo consideraba a Jesús Reyes Heroles su “carta mayor”, y daba juego a otros varios, como asesores o funcionarios, como el oscuro Emilio Uranga. Ellos y otros varios acompañaron y dieron norte al poder, desde Ruiz Cortines hasta López Portillo.
El régimen neoliberal tuvo también a sus intelectuales, si bien fueron más técnicos y menos filosóficos, pero también acompañaron su visión histórica de largo plazo, determinaron reformas necesarias, se hicieron una idea de la sociedad que querían y funcionaron como legitimadores mediáticos de la implementación de sus ideas, que tenían sus singularidades además de ser la versión mexicana de ideas neoliberales. En buena medida, el luto que invade páginas de este y otros diarios, responde a que muchos de esos intelectuales se sienten padres de la democracia de la transición, grandes fijadores de rumbo, y la obra reformista de AMLO afecta su vanidad y autorreconocimiento. Sienten que no es capaz de aquilatar todo lo que está destruyendo.
Pero no era eso lo que quería decir. Me llama la atención más bien el papel que juegan los intelectuales del obradorismo, reducidos a hacer solo la mitad del trabajo. No fijan rumbo, solo explican al que sí lo hace, exponen sus razones y las del pueblo que lo sigue. En ese sentido, no hay vanguardia intelectual, sino más como una retaguardia. Una parte puede explicarse porque es la antidemocracia la que pone de relieve el juicio de unos cuantos. Díaz Ordaz, por ejemplo, decía (y esto lo recupero nuevamente de Garibay): “no busco el aplauso del pueblo, de la chusma, ni figurar en los archivos de ninguna parte. Al carajo con el pueblo y con la historia”. Por el contrario, al presidente López Obrador parece importarle más que nada el pueblo, su aplauso, y su lugar en la historia, y vive esa relación sin intermediarios. Su lance no pasa por el tamiz de la interpretación histórica, lo decide él en su diálogo con el pueblo.
A ello se suma que la izquierda ha vivido las últimas décadas a la defensiva, en la crítica más que en la activa construcción de futuros deseables y posibles. Para tener un horizonte superior a los 100 puntos del zócalo, tendría que ser capaz de extender su visión sobre el presente y el futuro, a cada paso.