Sin forzar demasiado, puede decirse que López Obrador ganó la presidencia en una revolución por los votos, que cambió la correlación de fuerzas de manera tal que no se puede hablar ya del mismo régimen
Fue un terremoto. Una auténtica sacudida que termina, de un golpe, con el régimen político de la transición, donde todo pertenecía a tres partidos, con el PRI y el PAN como grandes socios y el PRD como un invitado menor al banquete. Sin forzar demasiado, puede decirse que López Obrador consiguió ganar la presidencia de la república en una revolución por los votos, que cambió la correlación de fuerzas de manera tal que no se puede hablar ya del mismo régimen. Las posibilidades de que Morena pierda aceleradamente su poder y se reconstruya el poder tripartidista son prácticamente nulas.
Morena y AMLO han sido los más duros críticos de la democracia realmente existente, de las promesas no cumplidas de la transición a la democracia y, desde luego, del neoliberalismo. Es natural que sus iniciativas vayan contra parte del legado de la transición, y que esto despierte temores en la oposición, pasmada todavía por haber sido derrotada en toda la línea, huérfana de futuros alternativos, víctima además de una crisis de liderazgo. Las cosas ya han cambiado, pero como en todo cambio de régimen, incluso en las revoluciones, el final es todo menos previsible —y hay que mirar con calma y algunos elementos teóricos.
Propongo 4 parámetros para observar el cambio de régimen político en México, además de la política económica post neoliberal que el gobierno entrante se ha planteado. El primero, el más obvio, es el sistema de partidos. La coalición lopezobradorista no solo ganó con más del 53% de los votos y el presidente electo tiene una aprobación de entrada cercana al 70% según encuestas recientes. Se trata de una penetración a nivel nacional; AMLO ganó 31 Estados, en 92% de los distritos electorales y en el 80% de los municipios. Ninguno de sus contrincantes tuvo siquiera la mitad de sus votos. En cosa de días, la crisis de años del tripartidismo se condensó y terminó por disolverlo. Si el escenario actual, un momento cuasi consensual, se mantuviera por la vía de los votos estaríamos ante un régimen de partido hegemónico en democracia, algo muy similar a lo que sucedió con España y sus 14 años de PSOE hasta 1996; si la oposición se rearticula, desarrolla un programa alternativo, recupera las riendas de la discusión pública, estaremos ante una reorganización distinta del espacio político ¿un bipartidismo, quizá?
El segundo parámetro es la concentración del poder en una nueva organización de la Administración Pública Federal. De 2300 delegados del gobierno en el territorio, con las tareas más diversas, se pasará a muchos menos, 32 estatales y 266 regionales, aunque instituciones que requieran de mucha sofisticación técnica, como el Instituto Mexicano del Seguro Social, conservarán su propia estructura. Se trata de un proyecto de modernización institucional desde abajo, consistente en recortar las mediaciones informales para distribuir miles de millones de pesos en programas sociales. Si antes la gestoría de estos recursos dependía de diputados, líderes territoriales de organizaciones de todo tipo, y elaborados vínculos clientelares, la apuesta es que ahora la hagan exclusivamente agentes del gobierno federal —y el riesgo es que se generen nuevas y diferentes relaciones clientelares.
También en otros aspectos intenta concentrarse el poder, por ejemplo, con la creación de una nueva Guardia Nacional, una fuerza armada dedicada a labores policiales. En el proceso de atenuar la debilidad del estado mexicano pueden generarse nuevos conflictos. Los hay ya, por ejemplo, entre algunos gobernadores y el presidente electo. Los habrá, desde luego, con élites políticas que dependen del manejo discrecional de programas sociales.
Un apunte adicional sobre la estructura del presidente, es decir, los 266 delegados regionales: se trata de la principal apuesta de institucionalización del nuevo régimen. Siendo Morena una coalición heterogénea que funda su coherencia en el liderazgo de López Obrador, estos 266 delegados, muchos menores de 35 años, son —o eso pretende el presidente electo— la semilla de la nueva clase política, formados como cuadros bajo el proyecto de Morena, con responsabilidades cada vez más importantes. En cierta medida, el presidente electo quiere recrear su mística en esos agentes.
El tercer parámetro es el ideológico. Si los años de la transición postularon la superioridad de la lógica de mercado sobre la del estado, la de lo privado sobre lo público, y la de lo individual sobre lo colectivo, el discurso lopezobradorista ha hecho exactamente lo contrario. La medida de su triunfo cultural será esa: qué tanto logra invertirse esa relación. (Aunque un sexenio parece poco tiempo para re encantar lo público y lo común).
El cuarto parámetro, muy vinculado al anterior, es la administración de la confianza pública. En el régimen tripartidista (1988-2018, aproximadamente), la desconfianza se institucionalizó, paradigmáticamente en el costoso Instituto Nacional Electoral, un órgano fabricado con base en la desconfianza, meticuloso en sus procedimientos que, sin embargo, ha dejado descontentos a la mayor parte de los actores partidistas.
El fenómeno lopezobradorista actual ha cambiado las condiciones. No pocos intelectuales amigables con el régimen que termina han hecho notar que a López Obrador la opinión pública —que no la publicada— le perdona cosas que en otros políticos habrían resultado imperdonables. Es cierto: AMLO ha logrado instalar la impresión de que, sin voluntad política, las instituciones no funcionan, y que eso es precisamente lo que a él le sobra, por lo que concita confianza. Probablemente sea esta una de las apuestas con mayor capacidad destructiva. Hasta ahora se ha anunciado que el sistema de recaudación fiscal va a tener un principio de actuación de buena fe, con inspección aleatoria y no sistemática, aunque se perseguirá a los grandes evasores fiscales. El tributario, como otros sistemas, se fundó en la desconfianza hacia abajo y la confianza hacia arriba. Se ha planteado que ahora será al revés.
Puede el nuevo régimen consolidarse o difuminarse, triunfar o fracasar, ser leal a su propuesta o traicionarse. Si tengo razón, cualquiera de esos resultados será visible en los parámetros propuestos.