Creo que en eso Silva-Herzog tiene mucha razón, pero yo iría más allá. No es que la repulsión al populismo los haya llevado a la antidemocracia sin darse cuenta, sino que odian la democracia, y la diatriba contra el populismo era un buen instrumento para intelectualizar, para sublimar dicho odio que ahora exhiben a la luz del día.
Es un ánimo colectivo que inflama a la reacción. Cuando Sergio Goyri se duele de que una pinche india vaya a los premios Oscar, afirma una configuración estética que permite a ciertas voces, ciertos cuerpos, ciertas pieles, ocupar un espacio en la imagen de México. Cuando cierta parte de la comunidad científica —de la república de los doctores, como atinadamente le llamó Rodríguez Kuri— reclama airada que Alexir Ledesma ocupe un sitio como uno de los varios subdirectores de la coordinación de Comunicación Social de Conacyt, afirma que tendría que escogerse entre el reducido y socialmente sesgado universo de titulados y posgraduados a quien debe redactar tuits y escribir comunicados de prensa. Cuando las Hijas de la MX discriminan al Mijis por su apariencia e historia, pero luego lo reclutan como comparsa, indican que solo se vale ser representante de los sectores históricamente marginados si se va a la cola de la ultraderecha, de los que siempre mandan, como adorno de pluralidad. Cuando se reivindica irreflexivamente a todos los órganos autónomos se afirma que es mejor dejar la mayor cantidad de cosas, sobre todo si son complejas, lejos de las manos de los representantes populares. Cuando mi contertulia afirma que es necesariamente mejor lo que dicen “los expertos” que “el mayoriteo” de Morena, al que iguala al viejo PRI como si no hubiera diferencias entre mayorías fraudulentas y legítimas, implica que el problema es con las mayorías.
Ese odio, cemento de la reacción, es viejo. En tiempos de la colonia se decía la canalla a los indios y marginados cuando se movilizaban u ocasionaban disturbios, que es exactamente lo mismo que decirles “perrada”. Perrada, bola, prole, indiada o cualquier cosa que signifique “la masa”. No somos individuos unidos en la pluralidad, por un programa político, por un diagnóstico de la realidad. Somos voces que no alcanzan la dignidad de las palabras de los de siempre, precisamente porque no somos ellos.
Tan viejo es el odio a la democracia que podrán citar autores clásicos para dar cierto postín a su repulsión al pueblo, para esconder la realidad catedralicia de que muchos de quienes se dijeron racionales, deliberativos, pluralistas, no son demócratas, sino los más fervorosos practicantes de la política de los afectos. Pasa, más bien, que antes el discurso de la racionalidad les permitía parecer tolerantes interlocutores legítimos. Una vez derrotados, perdidos en su resentimiento, los que se creían con cualidades estéticas únicas, con calificaciones escolares adecuadas, con un uso correcto de la lengua, reaccionan visceralmente y dicen a cada paso: regresen a su lugar, este sitio no les corresponde. Abandonando la careta de demócratas abandonan también el terreno de la argumentación y revelan que odian la democracia. Un pacto social demócrata, por definición, debe construirse con ellos al margen. Una derecha tolerante se desmarcaría de esta serie de actitudes de la minoría contra la mayoría, aunque sea por sentido común, ¿habrá quien quiera construirla?