Me acordé, y esta digresión no lleva a ningún sitio, de la sucesión de 1952. Miguel Alemán era un presidente relativamente joven y apuesto; mujeriego de fama, pulcro en su arreglo. Era, también, un corruptazo. Lo sustituyó en el encargo Adolfo Ruiz Cortines, un viejo de 62 años que desde su toma de posesión quiso diferenciarse de su predecesor, que había hecho de este país, según la revista Life, una fábrica de millonarios, generales y limosneros. Dado que ambos eran priistas, el discurso tuvo que ser moderado. Ahora sí, entro al tema:
La toma de protesta del presidente Andrés Manuel López Obrador se vivió como un auténtico acto republicano. A diferencia de la que consumó el fraude de Calderón —que duró poco más de 5 minutos—, ahora las cámaras de televisión no intentaron borrar las protestas, ni suspendieron la transmisión del pleno cuando estas se hicieron presentes. A diferencia de la de Peña Nieto —que duró 7 minutos—, no se protegió con enormes vallas el recinto, no hubo graves disturbios afuera, acción de grupos insurreccionales que, aunque siguen igual de opositores, quizá estimaron que esta vez no tendrían ningún respaldo social, y menos hubo sangre o detenciones arbitrarias. Tampoco fue el año 2000 de Vicente Fox, donde confundimos la unanimidad neoliberal con armonía democrática y el circo con disenso; ahora el PRI prácticamente no existió en el recinto.
Salvo Fox, ninguno de los presidentes del nuevo siglo dio su mensaje en el recinto de San Lázaro. No se podía, porque la oposición no les reconocía una legitimidad incontestable. Al contrario, aunque se hable hoy de polarización, la sociedad estuvo desde entonces partida, y a la oposición le resultaba casi obvio que tenía que protestar.
El sábado, muy al contrario, lo costoso para los de por sí disminuidos PAN y PRI habría sido protestar con más estruendo. Aun así, en un milagro como de alquimia, el panismo contó hasta 43 para exigir justicia para Ayotzinapa, protestó contra el precio de las gasolinas que ellos empezaron a elevar y que apoyaron después —y validaron, en su afán de rebasar por la izquierda a López Obrador, los métodos y banderas que desestimaron y despreciaron tanto tiempo. Así se ve la normalidad democrática. En el Congreso convergieron los diferentes, se les dio su espacio, protestaron sin enfrentamientos corporales. Incluso el presidente contestó desde la tribuna algunas de sus protestas. Y no pasó nada, porque todo está en su lugar: la mayoría en el gobierno, la oposición con la legitimidad de sus votos y el espacio que les corresponde.
Aunque personalmente el discurso del Zócalo no me gustara, creo que habla precisamente de lo mismo. López Obrador no hizo la alocución épica, de fin de ciclo y culminación de una lucha que muchos habríamos esperado. No recordó, por ejemplo, que en 2005 advirtió que no volvería la normalidad política hasta que hubiera respeto a las reglas formales, pero también informales, de la democracia —como la equidad en la contienda. Al contrario, cual demócrata liberal programático, estableció un catálogo de 100 puntos que debería cumplir a lo largo de su mandato, según los cuales quiere que se le juzgue. Fue más bien aburrido —como de normalidad democrática.