Nini se volvió de uso común para descalificar a una generación de jóvenes que “ni estudian ni trabajan”, como si se tratara de abulia personal, de indiferencia propia, de un espíritu de quien teniendo capacidad de elegir lo hace irremediablemente mal. Es un reclamo generacional de muchos mayores que se sienten con derecho de juzgar en paquete a quienes no han alcanzado el éxito de ellos. Y recitan:
Yo a tu edad ya tenía una casa. A tu edad, trabajando diez horas al día, me compré un carrito. A tu edad, estaba pagando ya mi crédito del departamento (y tú sigues rentando, tirando el dinero, o peor, en tu cuarto). A tu edad además ahorraba. A tu edad ya los tenía a ustedes, y me las arreglaba trabajando y estudiando.
Toda una generación de superpersonas. O no. Bien podría ser, por ejemplo, que los que hemos nacido a partir de la década de 1980 hemos vivido un minicrecimiento de la economía, a diferencia de quienes fueron tocados todavía por el viento de cola del desarrollo estabilizador (1954-1970) y de la siguiente década, que pese a sus infamias políticas alcanzó a generar oportunidades para un país que llegó a experimentar entonces una mayor disminución de la desigualdad y una mayor confluencia con el salario estadunidense. Quienes nacimos a partir de entonces, entramos a un mercado laboral cada vez más mezquino y más precarizado, en lo formal y en lo informal. En 1987, por ejemplo, hacían falta 4 horas de trabajo para comprar una canasta básica, y 30 años después hacían falta 24 horas para hacer lo mismo, según el Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM. O sea, si mi abuela y mi abuelo pudieron construir una casa y mantener nueve hijos con el salario de una costurera y un obrero fue, sí, por su valía personal, pero también por las condiciones de la economía nacional y el estado.
Además de relegarla del trabajo digno y a veces también del estudio (o sea las dos principales instituciones de inserción social), los reclamos de una generación se adormecieron por medio de recluirlos en una lista de temas que se concibieron, por una serie de inercias culturales, como temas de los jóvenes: el sexo y sus problemas, las drogas y la prevención de las adicciones, el arte urbano, el deporte, temas que no tienen nada de propiamente juveniles y que bien podrían corresponder a cualquier generación. La política juvenil, además de concentrarse en “institutos de la juventud”, concursos de debate, oratoria y en general imitación de políticos viejos, se volvió un nicho aparte. No se sentaba a la mesa de los grandes, donde se discutían el salario y las políticas de empleo, o las educativas. Y cuando llegaba su turno en la fila, los líderes juveniles se habían vuelto parte de una dinámica de partidos que conservaba el estado de las cosas.
Creo que lo primero, la posición de los jóvenes en el discurso público, ha comenzado a cambiar. En lugar de ninis, se habla de jóvenes construyendo el futuro, y el tema es el salario, el empleo y la educación. Lo segundo, el corte de los tomadores de decisiones jóvenes, es distinto también. Es apenas una oportunidad, que de no volverse una rebelión generacional podría perderse rápidamente.