El presidente López Obrador ha tenido desde el inicio del sexenio dos principales operadores políticos. Uno, Ricardo Monreal. Otro, Marcelo Ebrard. El primero logró tejer las mayorías que permitieron las reformas fundamentales teniendo en contra los números del Senado.
El segundo ha sido pieza clave casi en cada emergencia de la República: la crisis migratoria, la amenaza arancelaria de Trump y hasta buena parte de la política frente a la pandemia. En los últimos tiempos se ha sembrado en el trigo la cizaña que ha llevado a la cabeza a tener gestos de distanciamiento con sus brazos.
Al primero, lo marginó al excluirlo en su primera mención de los presidenciables, aunque lo incluyera en la segunda, pero sin nombrarlo (todos pueden, dijo el Presidente, incluidos los líderes parlamentarios). Al segundo le llegó su turno con un nombramiento menor, el de Brenda Lozano. Y digo que es menor porque por años han ocupado altos y fundamentales puestos en el gobierno personas vinculadas estrechamente a los sectores capitalistas trasnacionales que parten el queso en los sectores minero, farmacéutico o de la agroindustria. Se asume y se respeta, porque gobernar implica gestionar contradicciones y el Presidente eligió antes un gobierno de unidad nacional que uno que caminara más a la izquierda, y varios equipos colocaron ese tipo de funcionarios, pero es a Marcelo al único que se señala. En los hechos, quienes montados en la buena fe de algunos tuiteros organizan campañas de desprestigio, no cuidan la congruencia en el gobierno, sino que utilizan cualquier pretexto para estigmatizar a sus adversarios en la lid interna. Su método es el siguiente: guardan bajo perfil para hacer parecer sus golpes como espontáneos, aprovechan la información de una campaña permanente de desprestigio contra los aspirantes presidenciables y hacen ruido tuitero coordinado, prestos a buscar y señalar traiciones. El odio se adueña de las redes y el ruido justifica que los temas se toquen en la mañanera. Ya lo probaron y, como el Presidente pidió públicamente a Ebrard rectificar el nombramiento y lo zarandeó en ese acto —cambiando la reticencia a entrar en la grilla sucesoria— repetirán la fórmula siempre que puedan.
Esto plantea un problema. Sin duda, la cabeza y fondo del cambio de régimen es el Presidente, pero sin brazos operativos ejecutivo y legislativo, ni formas democráticas en el partido es difícil cambiar lo que resta. ¿Permitirá el Presidente que algunos entre los que se dicen más leales sigan serruchando los brazos operativos faltando la mitad del sexenio?
Deseo profundamente que no sea así, que no haya distanciamientos ni parálisis, que el Presidente haga lo que resta del sexenio recargado en ambos, ofreciendo garantías para que Morena vaya a elecciones primarias transparentes, sin más encuestas simuladas, y para que sea realmente el pueblo el que hable por sí mismo, no la minoría sectaria que, a la usanza de las sectas, peca en nombre de un dios (al que se puede consultar sólo mediante presuntas encuestas guardadas bajo llave) y excomulga a todo aquel que señale su falsedad, que no conspire con ellos o se subordine a su jerarquía interna. Sabemos que el sectarismo y el problema sucesorio se han tragado más de una revolución.