Lo pensé por el 10 de mayo – Gibrán Ramirez

La capacidad de recordar se ha democratizado como nunca. Hasta hace poco, era extraño que alguien tuviera la capacidad de retener en imágenes y video toda su vida. En las casas de mis compañeros, el registro visual se limitaba a actos concebidos de antemano como memorables: bautizos, primeras comuniones, quince años y graduaciones. Pocos tenían cámaras de fotografía (desechables) y casi nadie de video. Hoy muchas más personas pueden registrar muchas más cosas, triviales o no.

Es un momento especialmente memorioso. Todo pasa y todo queda. Lo que ponemos por WhatsApp, lo que enviamos en un correo, tuiteamos o decimos en Facebook, queda en algún lugar, aunque esté encriptado. Los tuits, por ejemplo, se almacenaban en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos —se supone que ya no—. Seguramente, las corporaciones serán dueñas de esos datos, esa memoria, que además nosotros les obsequiamos con singular indiferencia.

Esto no trae un gran problema para pensar las historias personales. Al contrario, las herramientas de Facebook nos permiten seleccionar qué es aquello que queremos que sea visto de nosotros, recordado por otros, y así nos volvemos editores de nuestras biografías día con día. Las esculpimos. Está la opción, incluso, de eliminar recuerdos que nos incomodan de un día como hoy, pero de hace años. Eso, sin embargo, funciona solo en lo que tiene que ver con uno mismo y su perfil.

No mandamos, en cambio, en la memoria que los otros hacen de nosotros. Nuestros hijos tendrán grabados y publicados sus bailes del diez de mayo en nuestras redes; sus caras y gracias, y habrá entonces un conflicto entre nuestro derecho a recordar y el suyo a que no se haga a cargo de su vergüenza. Otros tendrán registrados nuestras quejas y dolores, videos o fotos de fiestas y borracheras, rastro de nuestros pensamientos inmaduros y otras cosas humillantes. A fuer de digitalizarnos, perderemos un poco la capacidad de olvidar, y entonces la de recordar.

Quiero explicarme. El olvido es el cincel del mármol de la memoria. Determinar que algo es importante, entrañable, aleccionador, es seleccionarlo para retenerlo y, también, estar dispuesto a olvidar todo lo demás. Sin olvido no hay memoria.

El problema principal estará en la memoria colectiva. Tendremos un cúmulo inmanejable de información, pública y privada, que permitirá analizar cambios en la vida cotidiana, en hábitos de consumo, humores éticos y políticos, en los espacios, lo que queramos. Todo estará filmado y fotografiado, todas las comunicaciones registradas, hasta las nudes recibidas quedarán volando por ahí. Y alguien decidirá qué es lo memorable y qué debe olvidarse. O quizá nadie lo decidirá del todo y estará eso siempre en disputa, estando disponible toda la información para construir cualquier historia alternativa posible. Lo fundamental de la historia de este tiempo será seleccionar la información, no encontrarla. Quizá la historia termine siendo una subdisciplina de la ciencia de los datos (no creo), y solo la literatura se encargará de hablar del sentido, resolviéndose entonces la duda sobre si la historia es arte o ciencia, habiendo entonces claramente de los dos tipos. O quizá nada de eso.

Me dedico al arte y ciencia de la política. El trabajo todo lo vence. Autor de Vida y muerte del populismo (UAS-El Regreso del Bisonte, 2024).