Dijo en estas páginas Enrique Serna que solo un pequeño sector considera más importante la reforma eléctrica que la cárcel para algunos cuadros políticos de la oposición como Miguel Ángel Osorio Chong, Luis Videgaray y Enrique Peña Nieto.
En su opinión, el castigo a los corruptos “es mucho más necesario para el país que la rectoría energética del Estado que solo entusiasma a Manuel Bartlett y a la minoría marxista leninista de Morena”, pues, es de suponerse, a la gente le importa mucho más el espectáculo de la justicia que los precios competitivos para las tarifas empresariales subsidiados por usuarios domésticos. No evado, desde luego, las cualidades simbólicas superlativas que traería la cárcel para los corruptos, siendo la principal la ejemplaridad y el sentimiento de justicia y restitución que daría al pueblo ver en la cárcel a un saqueador —o varios de ellos— de lo público. Ahora que se ha presentado la reforma, quiero discrepar y comprarle a Serna el juego propuesto entre materialismo e idealismo.
Sostengo que la reforma eléctrica es más importante que el castigo a un trío corrupto porque frena y corrige los excesos de la desregulación, en consonancia con el espíritu de los tiempos. Los apagones en California, Nueva York, Texas, Australia, República Dominicana o Sudáfrica han sido algunas de las mayores evidencias del fracaso de la mal llamada liberalización del mercado eléctrico. En nuestros días, dichos problemas se han presentado con toda su crudeza en España y Reino Unido, donde viven un problema enorme por el mercado eléctrico que intentaron articular. La discusión ya llegó a la Comisión Europea, y su centro es sobre la intervención del gobierno para controlar los precios de la electricidad. Lo que en su momento se consideró innovación se ha revelado como un mal instrumento ideológico —por fallido— de algunas trasnacionales. Quienes viven en el pasado son los promotores de la privatización.
El fundamento de la rectoría del Estado sobre la electricidad responde a la lógica de los derechos humanos, particularmente al derecho a la dignidad humana. El consumo de energía es potenciador de oportunidades económicas y de movilidad social. Garantizar el acceso a energía eléctrica implica, a su vez, garantizar muchos derechos humanos, por lo que no debe quedar nunca condicionado a la capacidad de pago de las personas.
Los regímenes actuales de deducción de impuestos y de subsidios permiten que un proyecto privado de energía eléctrica recupere su inversión en siete años o menos, por lo que en 25 años se habla de una Tasa Interna de Retorno superior a 70 por ciento. Controlar las tarifas para evitar ganancias excesivas no termina con el negocio, simplemente aumenta la cantidad de ingreso disponible de las personas para consumir en otros ámbitos más productivos, en vez de destinarlo a los rentistas energéticos.
Todo esto, sin contar con el dinero que la reforma ahorra a los consumidores ordinarios en fraudes de presuntas sociedades de autoabasto, burocracia capturada o servil a los intereses trasnacionales y las múltiples limitaciones al abuso y al derroche que se establecen después de un periodo negro para la energía vista desde el enfoque de los derechos. No es necesario llegar a las penurias españolas para entenderlo.