La pluralidad enaltece la discusión pública, alienta la vigilancia de los diferentes, presenta alternativas reales, fuerza cambios cuando su necesidad se pone en evidencia. Idealmente, la pluralidad política vendría de la fuerza de los partidos, de su función intelectual —o de lo que se llama genéricamente sociedad civil.
Para expresarse, la pluralidad primero tiene que existir. Y no hay, al parecer, en el debate político. La derecha está congelada en la defensa de las bondades del viejo régimen, en el modelo fracasado, porque en su cabeza, con la serie de certezas que se implantaron durante su formación política y universitaria, no es pensable que el modelo haya fallado, sino que tienden a pensar que no se hizo bien, que no fueron suficientemente buenos neoliberales, por decirlo de algún modo. Comandada por huérfanos de futuros y utopías, no hay oposición real al gobierno entrante. No, por lo menos, de la del tipo que plantea alternativas —otros futuros posibles— para los temas que pasan por la agenda pública. Hoy en absoluta minoría, la que debería ser la oposición se convierte, un poco queriendo y otro poco sin querer, en mera reacción: gasta mucho tiempo y energía en descalificar, en caricaturizar, en decir que no a todo, igual que cuando estaban acostumbrados a ganar.
La diferencia fundamental es que ahora caricaturizan a una mayoría social (AMLO tomará protesta rozando 80 por ciento de aprobación) de modo que se marginan —aunque ocupen la mayoría de los espacios de opinión, el debate de la derecha se aleja cada vez más del debate social—, y acaban, en consecuencia, ellos mismos siendo una oposición de caricatura. No proponen nada, apenas reaccionan intentando evitar cambios.
Como estudió Hirschman en su The Rhetoric of Reaction —una lectura que le debo a Javier Tello—, hay algunos argumentos típicos de quienes se oponen a los momentos de transformación, una gramática de la reacción. La reacción argumenta, en primer lugar, perversidad. Descreyendo del reformador, estiman que sus objetivos son diferentes a su retórica y que producen exactamente lo contrario a lo que dicen buscar. Son los que dicen que si se mete en cintura a las empresas “a los que se va a terminar afectando es a los más pobres”.
La reacción argumenta, en segundo lugar, futilidad, cuando asegura que nada va realmente a cambiar, que la estructura social es así y no hay modo de transformarla seriamente. Es, por ejemplo, la ultraizquierda que, hasta no ver el capitalismo derrumbado, estimará que algo va cambiando. La reacción argumenta, en tercer lugar, riesgo —o irresponsabilidad— cuando dice que las intenciones reformadoras pueden ser buenas, pero que hay un riesgo enorme de perder lo ya ganado y entonces deberían de moderarse. Son los que proponen jugar al catenaccio en defensa del federalismo, la constitución, las instituciones, así, en abstracto, aunque sean realmente como son.
El problema no es que lo digan —lo ha dicho la reacción por siglos, teniendo razón a veces—, sino que es lo único que dicen. Están ideológicamente en los huesos, dedicados únicamente a reaccionar en contra de los afanes reformadores del nuevo gobierno. Se extrañará una oposición madura, una derecha moderna.