Cambiar un régimen implica primero una labor de demolición y esmerada destrucción de los entramados que se pretende recrear, pero implica también, por otra parte, una labor de construcción institucional que encauce la voluntad colectiva. Lo que se ha estado destruyendo los últimos años, particularmente en 2018 y 2019, era el régimen neoliberal: uno que pretendió una modernización política y económica que llevaría al país a la prosperidad, según quisieron sus promotores, para después distribuir la riqueza. Su fracaso no podía ser más estrepitoso y ha corrido mucha tinta sobre eso, aunque sea con menos precisión de la debida. Menos y peor se ha dicho sobre lo que se está construyendo, porque la crítica al gobierno de Andrés Manuel López Obrador estaba ya prefabricada en sus trazos más gruesos, en los que no ha dejado de ratificarse. Por eso mismo, dicha crítica ha encontrado pronto sus límites.
Todos estamos de acuerdo con que una de las claves de la pretendida construcción del nuevo régimen es la política social. Hay coincidencia también en que dicha política tendrá respaldo popular y dicho respaldo puede traducirse en votos para quienes la representen y garanticen su vigencia (en eso consiste la democracia). Pero eso, la política social y un régimen político de respaldo mayoritario son un problema para los críticos. No atinan bien a estructurar por qué y menos atinarán si dicha política se incorpora a la constitución, pero eso de fundar un régimen que la mayoría respalde les parece un proyecto autoritario, artificial, clientelar y en última instancia menos democrático que el de antes. Primero se agitó el fantasma de la reelección presidencial, pero, como el espantajo no prosperó en su camino, hubo que transformar el argumento.
Ahora está más claro: no se trata de que voten a López Obrador y ni siquiera de que su potencia electoral en el referendo revocatorio impulse a los candidatos de Morena (pues la oposición pidió que los ejercicios se realizaran en fechas distintas y se concedió), sino de que la gente quiera dar continuidad a un régimen. Sus críticos, casi sin excepciones, dicen que se va a conseguir. Y llegados a este punto la crítica abraza el absurdo, pues se supone que lo mejor y más democrático sería que el presidente promueva políticas impopulares y que el buen gobierno no se premie electoralmente, para proteger los contrapesos o lo que sea. En el fondo, los intelectuales de la transición a la democracia festejan la fragmentación política del pasado que confundieron con una pluralidad que no era (porque no hay pluralidad donde hay un solo programa ideológico, aunque lo suscriban partidos con colores e historias distintas)
El miedo a influencia de los programas sociales sumado al desprecio de los nombramientos en diversas instancias de la administración pública: el de José Nabor Cruz en el Coneval, el de Rosario Piedra en la CNDH y otros más, dan cuenta de que hay académicos que creen que la democracia es una cosa muy seria como para dejarla en manos de masas de necesitados y representantes populares electos. Es una auténtica y quizá legítima pulsión aristocrática. Se vale, pero no la anden vistiendo de otra cosa.