Pensar que lo que más importa para estudiar las democracias o cualquier régimen político son las reglas formales es pecar de ingenuo. Pero tampoco se trata solamente de añadir al análisis las reglas políticas informales, como sean (algo que la ciencia política redescubre cada tanto y presenta siempre como novedad), sino diversos factores culturales, económicos, sociales, que moldean la política en cualquier orden.
El poder no solo desborda las instituciones. A veces, las utiliza más allá del mandato de las normas que las rigen, sin que se alcance a ver. El deber de la ciencia política, hija tonta de la historia, es poner sobre la mesa el poder en todas sus dimensiones, no solo el que se deja ver, el que se alcanza a leer en leyes, reglamentos e instituciones. Esto importa mucho, porque el diagnóstico, así sea implícito, es siempre la primera parte de la acción.
Las ideas no moran en los libros. De ahí parten para nacer en las cabezas. Habitan nuestra historia de distintos modos, y cuando amueblan la cabeza de políticos, dirigentes y de las elites en general, marcan los destinos del estado y de su inserción en la sociedad. En nuestro caso, en el caso de la llamada transición a la democracia, no se hizo un análisis complejo en el diagnóstico de la enfermedad del autoritarismo y en la propuesta de su supuesta solución, de manera que todo se empeoró. El discurso de la transición a la democracia, fuente principal del discurso público y su estructurador moral, fue, al contrario, chato, institucionalista en su peor significado, y subordinado a la teoría en más de un sentido, de forma que no contribuyó a entender el proceso político mexicano, pero sí guio sus destinos en múltiples formas. Y sus explicaciones caducaron, sus modelos institucionales no derivaron en más bienestar o democracia (a menos que democracia quiera decir el conjunto abigarrado del INE, otros órganos autónomos hechos con cualquier pretexto –retirando la decisión de miles de asuntos de la representación política—, pluralidad partidista y mediática siempre que tenga una pluralidad ideológica limitada, una apariencia de libertad en la Ciudad de México, aunque maten periodistas en el país, y, finalmente, asignaciones de presupuesto y parámetros institucionales tranquilizadores, aunque no lleguen nunca a su destino).
Es impresionante, casi respetable si uno piensa en convicción militante, lo mucho que se aferra cierta elite académica a esa estructura ideológica. Salvo dos artículos, el Balance temprano que coordinan Ricardo Becerra y José Woldenberg es otro escrito ideológico que critica todo del presente –con escasa argumentación comprensiva—, dejando intocado el pasado fracasado que contribuyeron a forjar en libros y cabezas, que persiste, que no están dispuestos a reescribir, aunque eso impida conocer qué es realmente lo que cambió en los últimos 40 años y explicar convincentemente nada del proceso político actual. Es malo, porque habla de la destrucción de algo que no fue nunca lo que los autores fantasean, lo que cambia todo. Es otra muestra del agotamiento y la repetición de los intelectuales de la transición, de su triste relevo que emerge ya decrépito, del impasse en la conversación pública, que desde la otra esquina fluye con similar brío.