Es cierto que la familia es la principal institución de seguridad social en México, pero eso no es algo bueno necesariamente. La familia puede funcionar como cauce de recursos destinados a resolver lo más acuciante de la actual emergencia social. Puede servir para recibir y administrar recursos sin que se los coman los presupuestívoros: la burocracia, los partidos políticos y sectores de la sociedad civil parasitarios del fisco. Pero dar dinero a familias es una solución de emergencia, no agota un horizonte político.
Cuando se alude a que, en México, a diferencia de otros países, somos unidos y la familia se solidariza siempre, quizá retratamos una crisis de confianza y la falta de la solidaridad abstracta que constituye a las naciones. En sociedades como esta, es más grande la brecha entre los nuestros y los otros, y es más definitorio el apellido y el código postal que la nacionalidad (ser mexicano garantiza pocas cosas en común); en sociedades así, quien cae en desgracia por la materialización de algún riesgo social y carece de protección familiar y gubernamental solo puede aspirar al abandono. Donde los cuidados, la recuperación después de una catástrofe, la supervivencia de niños y ancianos, dependen primordialmente de sus vínculos primarios, no parece necesario que existan instancias especializadas en absorber la responsabilidad de que los abandonados sobrevivan, de que los excluidos vivan dignamente.
Como elemento auxiliar coyunturalmente para evitar la intermediación corrupta, la familia es un elemento eficaz, pero no puede ni debe sustituir el entramado estatal. Tomarla como base de cualquier política, pero principalmente de la política social, comporta la fantasía de que no sería necesario el Estado salvo para unas cosas mínimas si la familia funcionara correctamente, y en ese “funcionar correctamente” están implícitos una división sexual del trabajo desfavorable para las mujeres, una serie de relaciones de dominación y violencia, y limitaciones al libre desarrollo de la personalidad. Hacerlo, además, implica petrificar las desigualdades: la protección ante riesgos de todo tipo se diferencia de acuerdo con las posibilidades privadas, lo que incrementa el riesgo para los débiles y lo disminuye para quienes tienen mayores recursos de cualquier tipo, volviendo una burla cualquier aspiración legal igualitaria y convirtiendo los derechos en pura retórica. Un inconveniente adicional de hacer a la familia la pieza clave de la seguridad social (y pensar que está bien que así sea) es que el Estado procura allegar de recursos a las familias, pero los beneficiarios finales son los empresarios que se especializan en sacar dinero del bolsillo de los pobres. Lo que muchas familias reciben del gobierno termina gastado en un ejercicio precario de ciertos derechos, ya sea en consultorios del Dr. Simi y Salud Digna, o bien, en créditos abusivos de tiendas de los señores Salinas Pliego y Coppel. De tal manera, no solo no debemos ensalzar a la familia, ni limitarnos en la política social a ella y a las transferencias monetarias. Son los servicios públicos, particularmente la seguridad social y la educación, las bases de cualquier orden igualitario.