En otro espacio dije que vivíamos una situación de empate, pues ni el bloque del gobierno ni aquel de la oposición tienen en este momento capacidad para hacer avanzar su agenda —en el caso de la reacción ni siquiera tiene una agenda, pero conserva poder de veto para las reformas constitucionales. En el caso del bloque de la transformación, tendría que pactar con parte del PRI para que las reformas constitucionales pendientes avancen.
En un escenario de mayor fricción y estridencia verbal, el Presidente ha vuelto a tomar una opción contraintuitiva. Entre la movilización para doblegar a la oposición y la parálisis institucional que los números permiten, el Presidente optó por un punto medio, de seducción, cooptación y concordia que ha sumido a la reacción en un profundo desconcierto, al grado de que Sí por México optó por rechazar el ejercicio de revocación de mandato en lugar de aprovechar la única causa común de movilización posible ahora a su alcance; han entendido que la única forma que tienen para no perder electoralmente contra el Presidente de México es no presentarse a elecciones —es decir, rendirse de antemano. Hay al menos dos señales de esta estrategia: la primera es el nombramiento de Adán Augusto López al frente de Segob y el estilo con el que se ha conducido, dialogando incluso con opositores tan estridentes y cuestionados como el gobernador de Tamaulipas; la segunda, la cosecha de ex gobernadores.
Todos los partidos políticos están en crisis, en un extravío ideológico, programático y organizativo. El mejor ejemplo es sin duda Morena, que depende de Andrés Manuel López Obrador absolutamente: de ahí sale el discurso, las causas, las formas. Sucede lo mismo en los otros partidos, pero con personajes de menor tamaño. Su carta de presentación, más allá de sus documentos programáticos o de sus posturas institucionales, son los personajes y algunas experiencias exitosas en gobiernos —y en los parámetros mexicanos una experiencia exitosa puede ser algo muy modesto, como no haber exagerado al hacer negocios, no haber sido conocido por algún escándalo de corrupción probado, impulsar algunas políticas que no resulten fallidas. Ese es el caso de Quirino Ordaz Coppel y Antonio Echevarría, los gobernadores de Sinaloa y Nayarit que el presidente López Obrador invitó a su equipo. Tienen en común ser hombres ricos, empresarios metidos a la política, pero también que consiguieron pacificar relativamente sus estados, sacándolos de los puestos más ominosos de incidencia delictiva. Se trata, además, de gobernadores que se portaron bien con el gobierno federal, que destacaron siempre la utilidad de los mecanismos de coordinación (nos coordinamos mejor que con Peña Nieto, dijo en su momento Quirino Ordaz).
En el caso del de Nayarit, su padre fue impulsado a la gubernatura por la alianza PT-PAN-PRD-PRS cuando López Obrador dirigía al PRD. En resumen, Ordaz y Echevarría son representantes de causas muy caras al corazón de la derecha, como el orden y el desarrollo económico, relativamente prestigiados, que se portaron bien con el gobierno y que entregaron el poder a Morena. En su afán de desfondar a los de por sí desvencijados PAN y PRI, el presidente va ahora por los dirigentes significativos y la base social de la derecha.