Toda revolución supone la destrucción de las formas de dominación existentes para iniciar la construcción de un orden nuevo aparentemente mejor. Sin embargo, el proceso de demolición es como un torbellino que, según Enrique Flores Magón, levanta la basura: políticos aduladores sin convicciones revolucionarias que solo se mueven al impulso del remolino transformador con tal de mantenerse en lo alto.
Flores Magón escribía sobre el torbellino y la basura en 1925, mientras veía que los políticos repetían las máximas revolucionarias al mismo tiempo que traficaban con el bienestar de los demás para satisfacer el propio. Bajo el discurso de la transformación, ofrecían todo sin cumplir nada, sin remediar los males de la gente que seguían en aumento: pobreza, violencia, inestabilidad. Con pesar, Flores Magón veía que del ideal “los pobres son la fuerza” —expresado por su hermano Ricardo— quedaba realmente poco, pues, aunque desde el poder se “hablaba radicalmente y se expedían decretos anodinos, dizque para mejorar la condición de los de abajo” seguían las cenas de amigos con los grandes empresarios y se solapaba, a cambio de reverencias, a las “sanguijuelas públicas que chupaban la sangre del pueblo” y que en el fondo querían vivir en el poder como “en los buenos tiempos porfiristas”. Con tristeza, anotaba que mientras muchos de los compañeros revolucionarios habían muerto sin ver concretados sus ideales, otros se habían encanallado y postrado ante la basura al parecer triunfante.
Flores Magón era, sin embargo, optimista: veía que en medio de la polvareda las ideas avanzaban, pues ante el engaño y la injusticia surgía la rebeldía de aquellos que anhelan la libertad y realmente mejorar las condiciones de vida de los desheredados. Abajo engrosaban las filas revolucionarias y se extendían los valores del cambio y la convicción de que la transformación debía concretarse de una manera u otra. A la revolución le inyectaban vitalidad todos aquellos convencidos de que para caminar por la vida no se necesita de un “arriero como los asnos, que les curta el cuero a palos”, sino autenticidad y firmeza en los valores revolucionarios. Por todo el país había gente amante de la libertad que, más tarde que temprano, corregiría el rumbo de la nación y llevaría el cambio a buen puerto. Entonces, viejos y nuevos revolucionarios caminarían juntos “con la esperanza halagadora de poder seguir siendo útiles en algo a la causa común”.
La libertad fue, por excelencia, el principio magonista: libertad para pensar, para opinar, para organizarse, para vivir bien —sin la opresión de la pobreza— y para ser felices. Libre sería el porvenir. A final de cuentas, decía Flores Magón, con el pasar del tiempo, la polvareda se calma, todo cae y la naturaleza vuelve a sonreír a sus hijos.
Tiene razón el Presidente. En tiempos de transformación hay que tener firmes las convicciones y ser magonistas, al menos para verse al espejo.