Entre 1994 y 1996 se terminó de dar forma a las estructuras institucionales que sostendrían el arreglo político de los tres grandes partidos nacionales, el que dio más potencia, estabilidad y lustre al neoliberalismo implantado desde 1982. El gran reformador, quizá con mayores consecuencias transexenales que Carlos Salinas de Gortari, fue Ernesto Zedillo. Se decía, y parecía creíble, que estaba en marcha una doble modernización: económica y política. La económica fue puesta en duda a partir de la crisis del 94; la política, a partir de entonces, siguió su épica y soportó todo el peso de la legitimidad del cambio. Durante este periodo se reformó y apoderó al poder judicial para dirimir los problemas políticos de la alternancia, se entronizó al IFE y se encumbró a las burocracias partidistas, estableciendo un mecanismo oneroso de repartición de recursos públicos y puestos en los tres poderes.
Los tres partidos grandes se repartieron todo: el IFE, los tribunales, la Suprema Corte de Justicia, los órganos autónomos. Cada nombramiento tuvo etiqueta partidista, y se generaron élites ad hoc para esos encargos: electorólogos, transparentólogos, derechohumanólogos, de todo, dependientes siempre de las burocracias partidistas. Todo el entramado institucional de esa llamada modernización política, repito, estuvo pensado en función de dos partidos grandes, hermanados (el PRIAN), y su primo pobre invitado al festín con menores lujos (el PRD).
Las reglas y los actores políticos, incluyendo factores reales de poder, permitieron el baile pluripartidista y la alternancia, con la cláusula implícita de que no podía ganar la Presidencia de la República un proyecto antineoliberal que moderase la enorme desigualdad que se agudizó en los mismos años de modernización, lo que quedó de manifiesto en 2006, con la intervención oligárquica ilegal.
Por eso, la fragmentación, el desgaste y un cambio en la correlación de fuerzas, como el que se dio el 1 de julio de 2018, convirtió en incongruente el arreglo institucional con la voluntad colectiva. Era obvio que, si no se respetaban las cuotas de tercios, los espacios y las élites ad hoc en la conducción de las instituciones y sus nombramientos, estas, los panistas, priistas y perredistas, pegarían el grito en el cielo, y hablarían de captura del Estado, aun cuando ejercer el poder delegado por la mayoría es más bien democracia. Según los detractores del cambio, el partido más votado captura instituciones del Estado para cuya conducción fue electo. Un escándalo. Ah, okei. Le llaman agandalle al ejercicio del poder democrático, y piden que las minorías (especializadas) decidan.
Se trata de una pequeña parte del cambio. No es solo el arreglo institucional el que se ha reconfigurado por la fuerza de los votos. Hay una desarticulación del circuito de élites encumbrado alrededor de los partidos, y de ellos mismos, todos, incluyendo Morena —además de los intelectuales del orden previo, cuyos diminutos sucesores están a la caza de los facilitadores de un autoritarismo imaginario, pero son impotentes para imaginar explicaciones, estrategias y alternativas.