A veces la realidad se impone y es buena idea detenerse un momento a observarla. Así, dos noticias recientes de Guerrero han ocupado espacio en los diarios nacionales y parecen novedosas porque son nítidas en su mensaje sobre lo que hemos estado haciendo mal.
La primera, la resistencia de campesinos sembradores de amapola en Santa Cruz Yucucani, a los que el Ejército quería erradicar sus plantíos. Además de impedir que los soldados avanzaran hacia las plantaciones, un vocero suyo –de los pocos que hablaban español, según la nota de Francisco Robles en Reforma– hizo saber a quienes dirigían el operativo que la única manera de hacer que dejaran de sembrar era resolviendo sus necesidades más básicas: con maestros, un hospital, una carretera pavimentada que permitiera otra vida económica. Esta gente, olvidada de todos, formaría parte de las estadísticas de presos por cultivar especies ilegales –en el discurso público serían operadores del narco. Y no son sólo eso, sino principalmente pueblos y comunidades sin acceso a bienes y servicios básicos. Pocas veces se expone tan claramente cómo la pobreza sirve de infraestructura para el crimen, que se aprovecha de ella sin remediarla tampoco.
La segunda, más reciente, fue la intermediación del obispo de la diócesis de Chilpancingo, Salvador Rangel, para que un grupo delictivo suspendiera el corte al suministro de electricidad y agua a Pueblo Viejo, en la sierra de Tlacotepec. Rangel habría explicado a los criminales que estaban afectando no sólo a sus rivales, sino a la comunidad entera –niños, mujeres embarazadas, ancianos– y entonces los criminales rectificaron y reconectaron los servicios. El sacerdote entendió su lugar en el orden social y movilizó sus recursos –su autoridad y sus argumentos– para resolver un problema. Por si fuera poco, hizo público el compromiso de ese grupo particular de no asesinar candidatos, a condición de que no se compre el voto y se cumplan las promesas de campaña. Ya se verá si se cumple. No hay nada nuevo en que el crimen quiera obtener legitimidad moral. El episodio es interesante por otras cosas, por ejemplo, hacer evidente el sentido práctico de una autoridad –social, religiosa– no vinculada al Estado y con conocimiento del territorio. Más claramente: porque es una muestra de que si hubiera prevalecido la lógica del Estado no se habría resuelto el problema.
Guardo esperanzas de que con esas muestras estemos empezando a entender.
Es una obviedad, pero hay que decirlo: el narcotráfico y toda la serie de actividades ilícitas que configuran el concepto amorfo de “crimen organizado” están en la sociedad, no fuera de ella –están también perfectamente vinculados con el funcionamiento de la economía formal. Hay un esfuerzo por sacarlos, en el discurso público, y referirse a ellos como una otredad radical: algo que debe exterminarse sin matices, cortarse del tejido social y político de una vez por todas para alcanzar la plenitud. Ese mecanismo del discurso ha servido para la guerra contra el narco, que ni ha amputado lo que también concibe como miembros gangrenados del cuerpo social, ni ha conseguido más paz en el intento –sino todo lo contrario.
Esto, creo, es un eco de la ciencia política dominante, que ha puesto por delante un proyecto político antes que el entendimiento de realidades específicas. Este proyecto depende de una interpretación pseudocientífica de la naturaleza humana y una concepción anacrónica de la historia, que juzga lo que pasó en muchos siglos por los objetivos de la actualidad y no por los de los actores de su tiempo. Lo presenta con nitidez el Orden y decadencia de la política de Francis Fukuyama, un libro que deslumbró a muchos politólogos y que cifra el “desarrollo político” en tres elementos: Estado fuerte (capaz de imponerse por las armas), Estado de derecho (principio de legalidad) y responsabilidad democrática (transparencia, rendición de cuentas).
Sin la elocuencia de Fukuyama, pero con esos ideales y ese vocabulario instalado en su cabeza a partir de su formación mediocre dizque técnica o politológica, nuestros políticos entraron en la cruzada por lo que creen que es el bien, válido para cualquier momento y cualquier circunstancia más allá de la ideología.
En regiones enteras de nuestro país, esta visión dogmática, ajena a la sabiduría política, ha significado una de sus más grandes desgracias. Es casi obvio que debería desaconsejarse recetar Estado de derecho puro y duro a los campesinos que viven sólo de sembrar adormidera, o hacer del corte del suministro de servicios un asunto de policías y delincuentes –que sería promover ahí la actuación de un Estado fuerte– sin más, en lugar de actuar como lo hizo el obispo Rangel. Casi obvio, menos para los presidentes.
Arreglar problemas y construir un Estado que funcione para la gente y para producir un orden pacífico es más cosa de arte que de dogma politológico. Y cuando quede claro tendremos que ir haciendo espacio no sólo para otra política, sino para otras ciencias sociales.