El arte de la política implica la construcción de voluntades colectivas acerca de objetivos generales y por eso es tan compleja. Estas voluntades suelen elaborarse afectivamente, por lo menos, a partir de dos componentes que las configuran siempre en algún tipo de mezcla: el impulso de conservación de lo que se tiene —de lo que no se quiere que cambie— y la esperanza de mejoría en los ámbitos en los que hay más dificultades o sufrimientos.
Por ello, según el componente que domine, la política puede dividirse entre una política de la fe, usualmente la fe en el futuro, o una política del escepticismo, pesimista sobre las posibilidades de mejorar y reacia al cambio para evitar desmejoras, más bien conservadora (lo observó Oakeshott en un breve y luminoso texto). Mientras la política de la fe parte del potente principio de la esperanza, la política del escepticismo se crea a partir del temor o la precaución ante la posible pérdida de seguridades mínimas.
En todo proceso de cambio, sobre todo cuando se pretenden para él dimensiones revolucionarias, domina la política de la fe, teniendo su fuerza fundamental en la esperanza que tiene, a su vez, varias fuentes posibles. La primera de ellas es la utopía, que necesita de una elaboración ideológica minuciosa y una didáctica pública intensa. Fue el caso, por ejemplo, de las ideas socialistas durante el siglo XX, aunque también del neoliberalismo antes de volverse la ideología dominante. En los últimos tiempos, la política de la utopía la han enarbolado con relativo éxito en la izquierda estadunidense, particularmente las candidaturas de Bernie Sanders en las dos últimas elecciones presidenciales. Prevaleció, sin embargo, la segunda fuente de la esperanza, más certera siempre, que es la memoria.
Primero, triunfó la esperanza de los circuitos sociales abandonados tras el declive de la sociedad industrial, del mundo del trabajo formal asociado a una seguridad social suficiente y a trabajos que se volvían también, con los sindicatos mediante, el eje de la vida de las personas. Trump eligió avivar esa nostalgia por el Estados Unidos plenamente industrial y lo logró: esa es la grandeza (económica) que se proponía recuperar al menos en el discurso. En la última elección, por otra parte, triunfó la nostalgia de la normalidad neoliberal, los buenos modales, el orden institucional oligárquico desbordado por el populismo. Se trata de una nostalgia más política que económica. Esta última es la que intentan replicar los reaccionarios mexicanos en busca de su Biden, incapaces también de inventar futuros nuevos.
En Estados Unidos, como en México, hay un duelo de nostalgias que quieren prefigurar futuros: por un lado se añoran momentos más igualitarios —la sociedad industrial o el desarrollo estabilizador—; por otro, órdenes institucionales que aunque injustos fueron estables políticamente —en el caso mexicano, el régimen de la transición a la democracia—. En ambos casos hay pocos componentes utópicos, ideológicos, creativos, pues han ido madurando muy lentamente a partir de las crisis económicas de los últimos años. Sin ellos, seguirá la danza entre nostalgias y ambiciones vulgares, y los proyectos de nación y de reforma pasarán a segundo o tercer término.