La semana pasada, cientos de mis copartidarios de Morena vitorearon a Claudia Sheinbaum como posible candidata a la Presidencia de la República, tres años antes de que esa elección tenga lugar. Creo que están en su derecho, pero también que en Morena deberíamos reflexionar acerca de los riesgos de adelantar las dinámicas de la sucesión presidencial, sobre todo porque, el día de hoy, en Morena se disputa cerca de la mitad del poder democrático del país y, debido a las grandes posibilidades de que sea el partido que gane la Presidencia de la República en 2024, el sentido de responsabilidad con el país debería enaltecerse. Esto deberían escucharlo sobre todo los dirigentes tentados a ir inclinando el terreno hacia uno u otro lado. Esta circunstancia es nueva, radicalmente distinta a la que vivimos antes en la izquierda.
La primera desventaja de adelantar las dinámicas sucesorias es, por definición, que se disminuye el poder del gobernante en turno, como suele suceder siempre hacia los últimos años del sexenio. Los poderes vigentes piensan más en congraciarse con el futuro que con el presente, los cálculos se hacen para agradar personas y no para acordar reglas perdurables y las apuestas políticas se vuelven más rentables que las inversiones de mirada larga o los proyectos con visión de Estado.
La segunda es que los principales operadores del país se distraen de sus tareas fundamentales o sus encargos constitucionales y su acción política resulta muchas veces en contra del presidente —y de las bases del régimen que intenta construir. Si, por ejemplo, antes de la polémica sobre Félix Salgado Macedonio eran más infrecuentes las faltas de respeto al Presidente, el descrédito causado por los ataques entre las figuras capitales de su gobierno resultaría en un daño multiplicado. Quizá el ejemplo paradigmático de este tipo de daño ocasionado por una sucesión adelantada sea 1968, cuando entre otros se cruzaron los intereses de Luis Echeverría y Alfonso Corona del Rosal que tenían la mira puesta en 1970.
Adelantar las dinámicas de la sucesión implica también el fortalecimiento de tendencias antidemocráticas. Los políticos aspirantes se ocupan más bien en conseguir el favor de actores clave de los poderes —constitucionales o fácticos— que de sembrar simpatía popular. Esto podría cambiar si una eventual reforma política estableciera elecciones primarias obligatorias para todos los partidos, un pendiente que arrastramos desde la reforma política propuesta por Manuel Ávila Camacho en 1945.
En nuestra circunstancia, además, resultaría más grave una sucesión adelantada, pues implicaría retomar un vicio del viejo régimen autoritario de partido hegemónico —la lucha interna— sin su principal aliciente, que es la seguridad del triunfo. Hemos visto, particularmente en Ciudad de México y las principales urbes de nuestro país, que la voluntad popular no está garantizada a favor de Morena. La lucha interna, al centrar la capacidad de convencimiento y de batalla entre los partidarios del cambio de régimen en lugar de encaminarlo a derrotar las resistencias al cambio y los afanes reaccionarios de las oligarquías, más que ser la antesala del poder, puede derivar en la derrota del movimiento por la Transformación.