Fallan al intentar entender el populismo quienes estiman que se trata de una estrategia para obtener el poder constitucional y conservarlo, nada más, o quienes piensan que se trata de una degradación de la democracia o de echar a andar dispositivos clientelares, porque en realidad es otra cosa. Y es esa otra cosa, por cierto, lo que ocasiona que, a pesar de la marcha mediocre de algunos indicadores, la potencia electoral de los liderazgos populistas se mantenga estable: hablo del cambio del régimen de las dignidades.
Empecemos por el reparto del sufrimiento y el dolor. Cada sociedad decide qué hace con ellos, pero todas idean maneras de explicarlos, de darles sentido para resignarse a ellos o por lo menos entender. Que hay cosas que nos van a doler es un dato, uno que elaboramos para hacer la vida más vivible. En un gran libro (La mirada de Dios), Fernando Escalante identifica cuando menos dos formas de lidiar con el sufrimiento: una trágica y otra mesiánica. Sintetizo de forma grosera: la trágica indicaría que el sufrimiento es imprevisible, que lo gestiona el destino, que sus caminos son insondables y no cabe ante él sino el apelo a la fortuna (y acostumbrarse a la resignación). La forma mesiánica, en cambio, concebiría al sufrimiento como algo justo, como parte de un orden moral, ya fuera como castigo o como crédito al sufriente para obtener algo en la posteridad o en el más allá.
En nuestras sociedades predomina la forma mesiánica del sentido del sufrir. Predomina también sobre su reverso, es decir, el goce, que también se clasifica, jerarquiza y asigna según la posición de cada quién. El reparto de ambos, de sus posibilidades y del respeto que esa posición merece implica, en su conjunto, la configuración del régimen de dignidades, que establece diferencias entre las personas y sus posiciones, otorga grados de honorabilidad, de reconocimiento, de importancia. Los más indignos carecen de voz y voto.
Tradicionalmente, la estructura de dignidades y merecimientos se justifica como fruto de victorias pasadas, legítimas, de unos sobre otros. Por eso, en algunas sociedades antiguas los más honorables eran los guerreros, quienes arriesgaban su vida por la gloria y el bien ajeno. Su linaje llevaba triunfo en la sangre. Por eso mismo, a algunos les importan los apellidos, o incluso los escudos de armas: dan cuenta de victorias pasadas, reales o imaginarias, del valor de los antepasados de uno, de luchas ganadas que justifican que uno esté donde está. Se presume, del mismo modo, que el excluido es un derrotado y que duelen en él todavía las derrotas del pasado (y por eso todo dominado es “resentido”).
La democracia, sin embargo, escenifica la igualdad de dignidades (isotimia) y entonces cualquiera puede reclamar su injusta exclusión de la comunidad política y su acceso por merecimiento a lo público. El reclamo no suele prosperar, y las elites esclerotizadas circulan lentamente, ejerciendo el poder mientras argumentan méritos. Pero a veces prospera, de la mano de ese dispositivo que se llama populismo. No es un asunto trivial (pero mejor que lo sigan viendo como clientelismo puro y duro).