Hubo un sistema de opinión que se vio directamente afectado por el triunfo de Andrés Manuel López Obrador. No sé si puedo describirlo correctamente, pero intentaré. Primero, el poder tenía como interlocutores a una serie de intelectuales orgánicos, que interactuaban con este dando aval a su acción y, en ocasiones, orientaban la línea general del gobierno. Como dichos intelectuales no concedieron, a partir de 2006, a López Obrador una legitimidad que no fuera la de su “diagnóstico correcto” y sí, en cambio, lo descalificaron en todo lo demás (programa, repertorios políticos, reclamos morales), cancelaron el espacio de comprensión y de diálogo.
No importaba conocer y comprender el obradorismo, sino descalificarlo desde el atalaya de la transición a la democracia. Una vez que AMLO y nuestro movimiento rechazaron sentarse a la mesa del bloque histórico de la transición al pluralismo autoritario neoliberal, los intelectuales y articulistas en general procedieron a elegir una de las mesas en un acto que se trató más del sentimiento de arraigo que de una operación razonada de discernimiento. Después de todo, para ellos, López Obrador, a quien muchas veces vieron como adversario, estaba acabado tras uno o dos reveses electorales. Roto el puente entre dos visiones, la conversación pública se rompió también irremediablemente a partir de la victoria de AMLO y del giro de todo el clima de opinión.
Revisar la historia política de la transición se hizo imposible, porque reformularla sería tanto como renegar de algunas banderas que estructuraron toda la vida pública de algunas figuras cardinales de la intelectualidad. ¿Será que Enrique Krauze pueda revisar su democracia sin adjetivos, evidentemente derrotada por la realidad, o se va a morir reivindicando que ese era el camino pero que la realidad lo pervirtió? Ese planteamiento tendría su equivalente en cada uno de los puntos fuertes del modelo fracasado de la transición: anticorrupción, federalismo, democracia electoral, órganos autónomos. Sin revisionismo, solo quedó el choque y confrontación de ambos diagnósticos y vocabularios.
Si los intelectuales guía no cambian, tampoco lo hacen los periodistas que les siguen, ni los políticos que van detrás. Y difícilmente cambiarán. Los circuitos sociales por los cuáles se nutren periódicos, televisión y radio estaban perfectamente cerrados después de una apertura que hubo a raíz de la alternancia. Los intelectuales de la transición formaron parte de un gran consenso, pero, además, forjaron relaciones personales y laborales que no se pueden cambiar rápidamente. Cada noticiero, cada diario, tiene sus colaboradores, que ganan dinero de eso y que se hacen, a menudo, amigos de los líderes de cada espacio, generando lealtades y comprometiendo la identidad de proyectos completos que jamás reconocerán como fallidos sus diagnósticos de años. Cuando las audiencias y su entendimiento cambiaron y necesitaron otro tipo de análisis, se encontraron con dichas relaciones. Por eso, aunque muchos directivos de medios han querido abrir espacios al nuevo clima de opinión, topan con pared. Súmese a ello el ímpetu hacedor de la 4T, que no forjó una generación de intelectuales orgánicos todavía.