Para la humanidad es casi universal la intoxicación intencionada, y entre las sustancias para provocarla la principal es el alcohol. Podría ser que el 31 de diciembre de cada año fuera uno de los días más borrachos en el mundo.
No se trata de un asunto natural, aunque muchas especies busquen la embriaguez por sus propios medios, y el alcohol específicamente en frutos fermentados. La humanidad lo ha elaborado culturalmente desde hace miles de años, empezando en territorios de la actual China, del Medio Oriente —Al’ kohol es una palabra árabe que quiere decir algo como esencia pulverizada— y de la Transcaucasia. Las formas más antiguas que siguen vigentes, esto es vino y cerveza, datan de hace 5 mil años, según el trabajo de Michael Dietler.
Aunque el etanol nos acompañe desde hace milenios, el alcohol, como concepto, existe a partir apenas del siglo XIX. Es curioso, quizá increíble, pero así es: antes de eso, el whiskey, el vino, la cerveza, los licores, pertenecían a un género de bebidas que podían producir estados alterados, cada una en su especificidad, aunque por causa de químicos distintos. Dependiendo de la cultura, las clasificaciones las separaban en bebidas alimenticias y no alimenticias, en vinos y bebidas espirituosas y un largo etcétera.
Desde entonces, la comunidad académica habla del alcohol por lo que significa como problema, que ciertamente es, aunque signifique también muchas otras cosas, que vale la pena hablar. En general, el alcohol es una forma de cultura material; en particular, en fechas como hoy, es una sustancia ritual. Beber, como acto social, produce comunidad emocional: se tiene la certeza no solo de que uno está igualando su cuerpo a los otros mediante la ingesta, sino de que esa ingesta ocasiona también sentimientos compartidos. Esa es la causa, por ejemplo, de que muchas veces se requiera de beber para ser aceptado en algunos espacios, o para generar confianza. En algunos contextos, esa comunidad emocional es una forma primigenia de subrayar la frontera entra los propios y los ajenos –y continúo tras los pasos de Dietler–, ya sea por lo que se bebe, por cuánto se bebe, cómo se bebe, etcétera. Se trata de un marcador social.
En América Latina, la frontera entre indios y mestizos se subrayó mucho tiempo por el exceso alcohólico de los primeros, que data de la Colonia y que se replica en muchas sociedades coloniales. Se juntan, para mal de unos, la necesidad de paliar dolores profundos y faltas identitarias y el ánimo de lucro de los traficantes de embriaguez. Todavía hoy, en muchos pueblos indígenas del mundo, uno de los mejores negocios es la venta de alcohol, asociada a un patrón cultural persistente de consumo desmesurado. Pero justamente no quería hablar del alcohol como problema, por lo que enderezo ahora el camino:
Beber suspende inhibiciones morales e intelectuales –una suspensión que, por otra parte, solo dominan en sobriedad especialistas como artistas improvisadores, jazzeros y raperos–, lubricando así la convivencia y la expresión de afectos. El ritual de hacerlo suspende prohibiciones en las que se asienta el orden consuetudinario, las pausa, permite que se transgredan con cierto límite, para volver a establecerlas de forma renovada, y a veces para justificar su necesidad. Podría ser que todo el ritual del año nuevo se encuentre en esa clave, la de parar al mundo un rato para justificarnos su marcha de todos los días.