La consecuencia principal de la decadencia de la conversación pública es que temas secundarios se vuelven principales, mientras que otros, principalísimos, pasan desapercibidos, aunque tendrán el efecto en el largo plazo de cambiar para mal o para bien a nuestro país. Así, pocos escriben sobre la lamentable hechura de los nuevos libros de texto gratuitos –apenas lo hacen Fernando Escalante y Manuel Gil— y esos temas pasan de largo, sin discusión ni ruido ni protesta. Pero muchos, por otro lado, escriben de cosas que no ameritarían mayor aclaración, pero inspiran por su efectividad mediática ríos de tinta.
Sucede que, a veces, de buena fe, sin pensar demasiado, y con la cursilería por delante, se vuelven temas nacionales algunos que no deberían serlo. De forma superficial y por razones afectivas, se asientan supuestas verdades por la fuerza de la indignación selectiva, aunque no resistan el menor análisis. En ello, la retórica del gobierno, la falta de explicaciones, tiene su parte, pero es el clima general el que determina cómo se configuran estos debates.
Pongo por ejemplo la exigencia de vacunación a personal médico que no está en la primera línea de atención al covid (quien sí lo está ya ha sido vacunado), ya sea que trabaje en hospitales públicos o privados. La exigencia ha abundado en la prensa nacional y conquistado numerosas simpatías. Suena bien de entrada. El gobierno lo ha explicado poco, pero sí lo ha dicho: la mortalidad es mayor entre población general que entre médicos, y si se separa de estos a los que están en la primera línea de COVID este dato disminuye todavía más su valor, por lo que priorizar médicos que no están en la primera línea sería injusto y absurdo. Pero había material para explicarlo mejor, más didácticamente. Es complicado hacer el cálculo, por el desorden que hay en los datos, pero el boletín de la semana epidemiológica 30 del año pasado –la más reciente que encontré con un cálculo similar– puede darnos una idea sobre el riesgo que enfrentan los médicos en comparación con otras personas.
Más que médicos (1.18%), nos indica la publicación, murieron empleados (16.1%), choferes (3.62%), campesinos (2.47%), obreros (2.75%), comerciantes fijos y ambulantes (5.84%). Son categorías enormes, es cierto. Se necesitaría un cálculo finísimo para probarlo, repito, pero es muy probable que, dentro de esos datos, encontremos un porcentaje mayor de muertes de trabajadores de limpia –por ejemplo— que no solo no pueden suspender su trabajo, que tienen menor acceso a protecciones, que están en contacto todo el tiempo con desechos sanitarios y sin los cuales las ciudades se habrían detenido, que de personal médico. Al vacunar igualitariamente, no hay ningún desdén al heroico personal médico. Es más bien al contrario por parte de quienes piensan que debería avanzarse antes con éste que con las demás personas, aunque la mortalidad en sus ocupaciones sea a veces mayor. No habría sentido en vacunar antes a un médico precarizado que no está en primera línea que a un chofer de Uber o de transporte público, una vendedora ambulante de alimentos, o una policía. El gobierno habría podido explicarlo contundentemente, numéricamente, con un demógrafo buceando un día entero en sus propias bases de datos.