En Ibagué, Colombia, una mujer se suicidó –asesinando en el acto a su pequeño hijo– por una deuda impagable con prestamistas ilegales. Por alguna razón, su caso se convirtió en nota internacional. Estaba desesperada, y en su carta de suicidio lo dejó claro: los prestamistas la habían “acabado comercialmente” y convertido su “hogar en una maldición” y el alcalde no había hecho nada al respecto. Es perturbadoramente familiar, y hacía tiempo que quería hablar de eso. A diferencia de Colombia y de Perú, esta modalidad de préstamos ilegales no se ha convertido en tema público en México, y es más extendida de lo que parece.
Donde crecí, que era un lugar pacífico sin ser ajeno nunca al crimen, se trata de una actividad que cada vez ocupa más la conversación en las calles –sobre todo las calles más intensamente comerciales–. Todo mundo conoce y tiene alguna historia con “los colombianos”, personas que operan en motocicletas, que se acercan principalmente a locatarios y transportistas para ofrecerles dinero en efectivo que tendrán que reintegrar en cuotas diarias, a veces semanales, puntualmente, so pena de sufrir castigos físicos u otros métodos ilegales e inhumanos de cobranza. Está quien tuvo que mudar su negocio porque no tenía forma de cubrir las cuotas diarias; quien, endeudado para ir a una fiesta, fue perseguido pistola en mano –y herido– al no pagar a tiempo; quien luego de atrasarse circunstancialmente en el pago, por dos días, amaneció con su microbús agujereado a balas. Los motociclistas, con sus parejas con cangureras con libretas de deudores y billetes, forman parte del paisaje cotidiano para el que observe con un poco de calma. Lo hacen, a juzgar por lo que ha aparecido esporádicamente en la prensa, en diversas colonias, en varios estados de la República.
Que esto es posible porque falta Estado en el territorio es una obviedad. No hay policías: tenemos un par de patrullas para un territorio de miles de pobladores, mientras los prestamistas lo transitan en decenas de vehículos, y tienen capacidad de fuego; no hay crédito estatal para la mayoría de la gente pobre y, menos, créditos bancarios accesibles a una gran parte de la población. Pero esto no explica toda la situación, porque el Estado mexicano ya era débil y este tipo de empresas ilegales y violentas no estaban asentadas con tal fuerza en el país. Sin ahondar en las causas, podría ser que lo que cambió fue la relación de comunicación y control de las viejas mafias policiales con las redes ilegales de distribución de recursos y de extorsión. Antes amenazantes y con la ley como recurso para extorsionar, los agentes del Estado han pasado a ser parte de una multitud de grupos que lucran con la violencia.
Natalia Mendoza Rockwell le llama a ese proceso “la privatización de la ilegalidad”, y quiere decir que actividades y sectores ilegales de la economía pasaron de estar manejados por agentes estatales a depender principalmente de agentes privados. Ella habla de la economía de la extracción, por una parte, y de la economía de la extorsión, por otra. Lo que antes controlaban en el territorio policías de todas las corporaciones, inspectores, y agentes estatales –con la amenaza de utilizar la ley si no se les daba una mordida–, pasó, en los últimos años, directamente a manos privadas. El resultado fue un Estado ya no sólo incapaz, sino también ciego ante vastas regiones de la vida social.