*Hablar de acoso sexual
El acoso sexual es un comportamiento inscrito en una dimensión del patriarcado —la del dominio sexual— en los tiempos largos de la historia, que se nombra desde hace poco (los 70), pero que se conoce desde hace muchas décadas en todas las formas de acercamientos e imposiciones sensoriales (cosas que se ven, se escuchan o se sienten sin quererlo). Nuestras abuelas no escucharon hablar de acoso o equivalente, pero vivieron violentamente la dominación masculina. El tema ha emergido hasta hace muy poco como problema al espacio público, producto de la también reciente emergencia de las mujeres como sujeto político. (Por “muy poco” me refiero a décadas, que son un pestañeo en la historia).
El acoso es agresión, ajeno al halago, al flirteo y aun al descontrol de los instintos sexuales. Al contrario de quienes lo consideran coquetería o atracción desbocada natural, incluso algunos changos lo saben. Véase la diferencia entre chimpancés y bonobos; mientras entre los primeros las hembras pueden disputarse agresivamente la atención de un macho, que además se acercan a ellas frecuentemente contra su voluntad y las maltratan hasta matarlas, entre las segundas, hay un dispositivo intergeneracional para frenar el acoso de todo tipo. Si un bonobo hostiga a una, habrá defensa de sus compañeras, sin importar el grado de amistad que medie (es decir, hay sororidad). Con el tiempo, lo que se ha normalizado entre estos monos son comportamientos sexuales consensuados muy diversos y mayor respeto entre individuos. Lo que quiero decir es que no se trata de un tema natural y, aunque tuviera cierta base biológica, es lo suficientemente dependiente de la cultura como para castigarlo con severidad.
Sin embargo, no habrá acuerdo generalizado si no hay una reeducación sobre las formas legítimas de interacción sexual. Podría llamarse entonces a la generación de una didáctica sobre el acoso sexual y consistiría en abrir espacios de diálogo sobre situaciones concretas, con quienes duden y no distingan, incluso en su conducta —si son hombres—, o en conductas que otros tienen con ellas —si son mujeres— sobre lo que es acoso y lo que no es. Esto funcionaría sobre todo con jóvenes, pues los viejos no tienen ya remedio. Es la única manera de que las mujeres que conciben las formas violentas como normales se hagan conscientes del agravio que contra ellas se perpetra, y sólo así los machos podrán entenderse y criticarse como tales. Hoy no hay tal espacio ni tal diálogo, sino sólo comunidades afirmadas en sus argumentos que intercambian impresiones muy raramente y ataques muy frecuentemente. Entiendo que las mujeres empoderadas sientan tedio y coraje con aquellos que las retan y las insultan, pero tampoco podrá llegarse muy lejos si se deja a cada quién con su insulto y no se le explica (sé que lo han hecho mil veces). A la mera hora para eso servirían quienes se empeñan en ser reconocidos como aliados.
El reto primario seguramente tiene que ver con romper la espiral del silencio. Es necesario que las denuncias de acoso sean tan frecuentes en nuestros espacios como las críticas políticas, con nombre y apellido, sin que eso sea causa de represalias de ningún tipo. Quizá algo al respecto debería incorporarse a los protocolos en la materia: una particular atención al respeto a la libertad de expresión en el tema ―y alicientes para que se hable de ello con frecuencia.
Lo que muestran las recientes experiencias hollywoodenses es que lo más disruptivo es que el acoso sexual se hable a voz en cuello y se polemice, no sólo por parte de las víctimas, sino por todos quienes estamos en contra de dicha práctica en cualquier espacio público posible. Hay, sin embargo, una dificultad que debe superarse: un abismo parece estar abierto entre militantes anti acoso y cuestionadores de estos.
Sin que puedan considerarse ambas posturas igualmente válidas, sí es necesario abrir un diálogo para el convencimiento que permita intercambios. Mientras para algunos esta será una opción que tolere lo intolerable —que dé voz a quien niega el acoso o lo justifica—, creo que no hay otra manera de transmitir las razones y la dignidad de las denuncias. El espacio en que dicho diálogo se dé, no serán, desde luego, foros universitarios o conferencias feministas, sino la plática más llana, cotidiana, incluso el chisme.
Si no se da una validez provisional y se escuchan los argumentos del otro para refutarlos en cada caso, es muy probable que algunos agresores no comprendan el porqué de lo inaceptable de sus actos. Quien auténticamente se lo pregunte y no pueda dialogarlo en público —por la condena inmediata, por ejemplo—, probablemente no construirá nunca el razonamiento que lo lleve a concluir sobre lo violento de ciertos actos y seguirá creyendo, en su fuero interno, que hay formas legítimas de acoso sexual. En esa espiral del silencio se reproducen y perpetúan las caras más asquerosas del patriarcado.
Es cierto que el espacio para instrumentar un diálogo didáctico constructivista es muy breve en la vida cotidiana porque siempre tendemos a agruparnos con quienes comparten, de entrada, nuestros valores. Esa es quizá, la dificultad fundamental, acendrada en nuestros tiempos por la dinámica misma de las redes sociales, donde vemos lo que nos place, eliminamos a los indeseables, combatimos más, escuchamos menos.