Visto por dentro, todo Estado tiene sus ángulos de administración de la ilegalidad, impresentables y criminales (así ha sido siempre), de modo que el asunto de interés para la conversación pública es qué ángulos son esos, cuáles son sus límites y cómo pueden explicarse. Naturalmente, eso no suele discutirse casi nunca, pues hacerlo atentaría contra las fantasías morales fundamentales en las cuales se asientan prácticamente todos los órdenes políticos: la diferencia entre buenos y malos, entre sociedad y Estado, entre criminales y ciudadanos. En la historia política al respecto, quizá puede elegirse entre la ingenuidad y el cinismo, y casi siempre se ha optado por la primera. De ahí la perplejidad que ocasiona todavía el descubrimiento de que altos funcionarios estén metidos en negocios ilícitos –o políticos o empresarios, pues no tenemos nunca empacho en reeditar la misma reacción. Nos negamos a mirar.
Hoy la circunstancia mexicana y estadunidense de cambio de régimen nos permite atestiguar, muy brevemente, una tercera opción: la hipocresía sobre estos arreglos durante el régimen neoliberal, su exhibición a contentillo de Estados Unidos. Detienen y juzgan al Chapo Guzmán, a Salvador Cienfuegos y a Genaro García Luna, pero sin que se sepa ni siquiera un poco de sus contrapartes en los arreglos binacionales. El crimen organizado gringo no existe. Las instituciones financieras de allá no son señaladas por lavado de dinero; la corrupción militar y policiaca de allá no se investigan. Y nada se ha dicho ahora de los acuerdos que suscribieron las agencias estadunidenses con los gobiernos mexicanos y que, por cierto, han suscrito por décadas con narcotraficantes y gobiernos de distintas partes del mundo en su política de guerra contra las drogas. Lo que hay es mexicanos corruptos que se ponen de acuerdo con cárteles y que aparecen como flotando en el espacio.
La pregunta es qué sigue después de estas detenciones. Algunos analistas han señalado que la detención de Cienfuegos es otra arma electoral de Donald Trump y que, como la de García Luna, puede ser utilizada para ganar votantes. Ojalá, si eso fuera, que sea desnudando algunos acuerdos entre la administración de Obama y las de Calderón y Peña Nieto, y no sólo mediante la exhibición de la maldad y criminalidad de México. Evidenciar a sectores de la DEA que colaboraron con policías y militares mexicanos de modo estrecho, que supieron de su corrupción, algunas veces funcional para las estrategias estadunidenses, implicaría romper algunas de las reglas informales más importantes de los secretos de Estado de ese lado de la frontera. Es poco probable que suceda, pues se trata de una de las burocracias mejor asentadas en el mundo. Estados Unidos, eso sí, ha decidido ser un socio aún menos confiable en los mecanismos que instituyó para su política prohibicionista de las drogas, así sea por una calentura electoral o por oportunismo dado el clima de cambio de régimen en México. Se trata de una oportunidad abierta, así sea menor, para cuestionar desde la política exterior mexicana cuáles deben ser los límites del régimen internacional de control de drogas, una vez que cosechar lo que sembraron escandaliza tanto a nuestros vecinos.