Desarrollé un cuadro relativamente grave de covid-19. No puedo decir que no lo esperara. Soy hipertenso, estoy gordo y he padecido de pulmones y bronquios por lo menos desde los 15 años. Por si no fuera suficiente, la neumóloga que me atiende me ha hecho notar que a algunos de quienes peor nos va somos hombres jóvenes, que tendemos a desarrollar una muy virulenta reacción inflamatoria ante el SARS-CoV-2. Una parte del camino me la sé. No me asusta toser sangre, sé estar quieto mucho tiempo, boca abajo, no padezco de ansiedad pese a la dificultad respiratoria, aunque hace ya bastantes años que no me pasaba.
Pero hay alivios que no se pueden tener con covid. Por ejemplo, las nebulizaciones no están recomendadas, de modo que los medicamentos antiinflamatorios y broncodilatadores se aplican, a lo más, con una aerocámara espaciadora, que no es otra cosa que un botecito de plástico que hace más amable la aspiración y menos probable que el medicamento rebote de los bronquios con el poco aire que entra. Tampoco esperaba, como fuera, tener una fiebre rebelde contra el más agresivo de los cócteles antipiréticos que he tomado en la vida, ni me esperaba que tardara una semana en ceder. Como podrán entender mis lectores, no he tenido mucha cabeza, de tal modo que solo quiero ocupar este espacio para dos cosas. La primera de ellas es disculparme y agradecer las muestras de cariño —que afortunadamente han superado a los deseos de una muerte pronta, que también ha habido. La segunda es hacerles una recomendación de lectura, particularmente para corazones progresistas: Rutger Bregman.
He venido a descubrir a Bregman el último año, particularmente buscando textos didácticos para el curso de “Lenguaje, Cultura y Poder” que imparto en la UNAM. Se trata de un historiador holandés de 31 años, zurdo, un ensayista notable sin más pretensiones que la de ser un explicador. Se ha vuelto bastante famoso, aunque por alguna razón sin demasiada suerte entre el debate público mexicano.