Nadie que lo haya leído con atención puede decir, sin más, que Ugo Pipitone no es inteligente. Sorprende, por eso, la declaración de su deseo de que el gobierno tenga suficiente sabiduría para no provocar un movimiento similar al estudiantil de 1968 y, todavía más, que insinúe que vamos camino a ver acontecimientos similares a la matanza de Tlatelolco.
Sin la mención a la plaza de las Tres Culturas, uno pensaría que Pipitone —versado en asuntos internacionales— habla de 1968 en cualquier otro país que durante ese año experimentó movilizaciones. Pero sí, habla de México. Parece que el tema no es su fuerte, que no ha revisado cuidadosamente la historia de los sucesos y la importancia que tuvo, para su inicio y la impresión de carácter popular al movimiento, el hecho de que fueran estudiantes menores de edad, del politécnico y otras escuelas, los primeros en enfrentar a pedradas y madrazos la represión violenta de la policía del Distrito Federal. Más allá de su desconocimiento o lapsus, no creo que Pipitone hable de mala fe, a diferencia de otros que han comparado al gobierno actual con el de Gustavo Díaz Ordaz —Sergio Aguayo, por ejemplo. Lo que dice Pipitone puede entenderse mediante un proceso que se ha registrado frecuentemente en la sociología (y ciencia política) de los movimientos sociales.
Hay una cierta especie de ceguera de taller que se agudiza con el deslumbramiento de novato cuando uno participa en un movimiento y no suele hacerlo frecuentemente. En el impresionante primer contacto con la acción colectiva, tendemos a pensar que lo que se juega en cada paso es muy grande, importante para el país y su historia contemporánea, relevante para la política nacional. Ya sea en la política universitaria o en los colectivos insurreccionales, en cualquier espacio, la emoción de ver a algunos cientos de compañeros generando conversación pública, concitando atención mediática, construyendo afectivamente la comunidad, siempre hace pensar que estamos a las puertas de la construcción de Historia (con mayúscula) y que, por ello, representamos un riesgo para el poder. Así se conforman y movilizan identidades colectivas en un primer momento asimilable al enamoramiento (el amor, dice Alberoni, es un movimiento social de dos). Es normal y debe verse incluso con ternura. El poder, por su parte, bien puede dejar a los movimientos en ese embelesamiento con un palmo de narices y un wei ni te topo, como suele suceder a los universitarios (me refiero a los de la UNAM, naturalmente) cada vez que se impone a un directivo repudiado en alguna entidad. No sucede así en este caso porque el poder está enfrentando a otro poder, burocrático y mediático, una élite que asumió que el cambio de gobierno democráticamente electo no afectaría la organización de un aparato administrativo que han patrimonializado. Los defensores del Estado de derecho del CIDE piden ahora privilegio en el feudo (una autonomía inexistente, legitimidad por encima de la legalidad). Los promotores de la simplificación administrativa piden ahora que los nombramientos legales se validen democráticamente —y, si se puede, que no corran a los amigos. Despertar estudiantil. Chispa que incendia la pradera. Causa que cuesta la vida. En efecto, igualito que en 1968.