A nivel federal, casi el único tema de la elección ha sido si se está con López Obrador o contra López Obrador. El Presidente es el vector fundamental de nuestro sistema político.
Los temas laterales no son por ello menos importantes, sino que han sido eclipsados por la idea de rentabilidad electoral, por el impacto mediático. Es lo propio de la dinámica de campaña. No hemos podido (¿ni querido?) parar por días para reflexionar qué significa para la izquierda mexicana la tragedia del Metro de la Ciudad de México. No hemos podido detenernos a montar una mesa donde estemos todos para evaluar a conciencia, durante varios días, la normalidad violenta de las campañas desde el arranque de la funesta guerra calderonista, y mucho más lejos ha quedado el sueño deliberativo de campañas que discutan más programas e ideas que afectos —un sueño, por lo demás, bastante ñoño. Pasamos de la denuncia al canto, del canto al funeral, del funeral al mitin, y de ahí a la nueva denuncia. Si Twitter reconfiguró el discurso político, TikTok ha llegado a vaciarlo.
Pero detrás del circo, asistimos a un fenómeno reformador singular, fundado en la construcción de la autoridad política de una persona más que de una institución. Uno de los fenómenos fundamentales estudiados por la teoría política contemporánea es el de la cualidad performativa del lenguaje, que es la capacidad de hacer cosas con palabras, de provocar que las palabras de alguien sean acciones que transforman, al ser dichas, realidades psíquicas de otros, realidades físicas en última instancia, una cualidad que se fortalece en las figuras de autoridad. Hay cosas que solo dichas por la autoridad de una madre se convierten en regaño. Hay cosas que solo dichas por alguien con capacidad de hacer daño se transforman en amenaza. Y, así, hay cosas que solo dichas por un líder nacional se convierten en reformas del espacio político. Una autoridad es distinta a una figura de poder. Una figura de poder puede o no ser apreciada, incluso respetada, pero tiene la capacidad de responder con la fuerza y lograr así que sus designios se cumplan. Una autoridad, por el contrario, trabaja con la palabra, y provoca que sus palabras se conviertan en realidad por el convencimiento, por la aceptación o rechazo que tiene. Una autoridad se distingue por su capacidad de convertir sus palabras en realidad efectiva sin que la fuerza medie.
Así, por ejemplo, ha dicho López Obrador que le gustaría que haya solamente dos partidos: el de la transformación y el conservador. Y en lugar de confeccionar una reforma política que es todavía necesaria, ha puesto a la mayor parte del sistema político a trabajar en esa dirección, convirtiendo el PRIAN en una realidad federal. Pero esta dinámica de dos bandos toma configuraciones diferentes dependiendo del estado. En algunos municipios, gente de todos los partidos se suma a Morena. En otros, en estados completos, gente de todos los partidos se une con o contra Morena. Ha sido vano el intento de Movimiento Ciudadano de encabezar una tercera vía. Lo que ha logrado, apenas, es encabezar en algunos sitios (Nuevo León, Campeche, por momentos Nayarit) al bloque conservador.
Todo esto no presenta sino un problema: cuando Andrés Manuel López Obrador deje la presidencia, llevará consigo la autoridad construida —que es solo suya—, el sentido de la nueva estructura del sistema político mexicano. Y seguirán ahí el funeral, el canto, el mitin, la denuncia, la tragedia y la normalidad violenta, todo quizá transmitido por TikTok.