La elección de 2018 implicó el cambio de varias tendencias de mediano o largo plazo en la política mexicana. La más importante para mitigar la crisis de representación del sistema de partidos y relegitimar la política mexicana en su conjunto fue la agregación de intereses comunes en una candidatura.
López Obrador consiguió el mayor acuerdo en la historia del pluralismo mexicano para su candidatura y para su programa, logrando articular en un solo bloque político actores de las más diversas ideologías y raíces políticas, todo desde las urnas. Antes la tendencia era, muy al contrario, que cada vez hubiera más partidos importantes con cada vez menos votos y diversidad ideológica; muchos aparatos, pero la mayoría de ellos neoliberales, que no debatían en el Poder Legislativo ni en los medios de comunicación sus posturas, sino que las tenían fabricadas de antemano en todos los temas fundamentales y negociaban, como hemos visto, más bien otras cosas a cambio de hacerlas avanzar.
Idealmente, correspondería a los partidos políticos esa labor de agregar grandes intereses para destacar lo que se tiene en común entre individuos, reducir las diferencias políticas a las mínimas fundamentales para enfrentarlas en el terreno electoral y decidir entre las opciones por medio del voto mayoritario. En nuestro caso, sin embargo, como en muchos otros países del mundo, ante la crisis del sistema de partidos un liderazgo tomó esas funciones y se constituyó como la principal identidad política. Eso no supondría un riesgo, por ejemplo, en un sistema parlamentario donde la reelección es una opción. No es algo posible y quizá tampoco deseable en México, e incluso López Obrador lo ha descartado desde el principio, además de que firmó un compromiso para tranquilizar a los opositores que fantasean con su cambio de opinión para pintarlo como un dictador. No hay opción, pues, más allá de institucionalizar lo que el lopezobradorismo significa para todos los votantes y simpatizantes del movimiento.
El sentido común dictaría que los valores e ideas del lopezobradorismo tendrían que terminar de delinearse y empezar a volverse institución en el seno del partido que fundó el Presidente, pero, al menos en los dos años posteriores al triunfo, esto no ha sucedido. Al contrario, Morena se congeló en el tiempo, suspendió la renovación de su dirigencia y camina hoy tarde y a punta de resoluciones judiciales hacia su normalización. Se trata de un momento delicado. Para tener condiciones de institucionalización hace falta que se mida efectivamente la correlación de fuerzas, que se acepten los resultados de la encuesta abierta que habrá y que, inmediatamente después, comiencen a suturarse las heridas. Una vez hecho eso, Morena tendrá que construir —antes de la selección de sus candidatos— un método decisional confiable, diagnósticos y programas estatales y regionales, un aparato de comunicación eficaz (aun en tiempos de aislamiento) y capacidades de evaluación de quienes han ocupado cargos estos años para evaluar la posibilidad de su reelección. Todo eso al mismo tiempo en que se reanima la vida orgánica y se planta cara a los adversarios. Es cuesta arriba, pero todavía posible.