Más que para alardear del consenso que López Obrador ha logrado, la encuesta de Alejandro Moreno publicada el día de ayer en El Financiero sirve para reflexionar sobre lo que significa el presidente en este momento histórico.
La encuesta confirma lo que habían dicho otras mediciones, como la del Gabinete de Comu-nicación Estratégica: en un momento de descrédito de la política, a un par de meses de iniciado su mandato y revitalizando la potencia secular de la Presidencia de la República en el imaginario mexicano, López Obrador ha conseguido dar vuelta a la crisis de credibilidad, confianza y representación y se ha colocado, con su porcentaje de aprobación cercano al 90 por ciento, como un mandatario de consenso.La proporción de desaprobación de Peña Nieto prácticamente se dio vuelta. Sólo un 13 por ciento desaprueba la labor presidencial, o sea que López Obrador representa efectivamente a la gran mayoría. Es un hecho.Las causas pueden discutirse, pero el fenómeno de la aprobación presidencial depende mucho del sentimiento de representación. Por lo menos a partir de 2006, México vivió una creciente crisis de representación que se aceleró a partir de 2015. Cada elección que pasó, el tripartido (PRI-PAN-PRD) perdió votos, dejó de representar a personas, de inspirar confianza a millones. La política tenía poco que ver con los intereses sociales mayoritarios.Aunque se trata de un fenómeno global, podemos coincidir en que en México esa crisis se ha resuelto de un modo venturoso: sin posiciones de ultraderecha intolerante, sin propuestas de corte fascista, sin violencia, por los votos.Pero se trata de una solución tan sólida como frágil. Es sólida porque ninguna crisis estructural se esfuma por un espejismo, y el cambio en México tiene raíces profundas. Pero es frágil porque depende de López Obrador, de su programa de gobierno resumido en cien puntos y es prácticamente impensable sin él. En este sentido, aunque se haya resuelto la crisis de representación del sistema, esto sólo ha sucedido porque López Obrador ha logrado encarnar una serie de anhelos, propuestas y características morales que lo hacen creíble. Es tan fuerte como el 86 por ciento, pero tan frágil como la vida y el programa político de un hombre.Morena, no cabe duda, forma parte de la crisis del sistema de partidos –y esa no se ha resuelto. Con una discusión ideológica y programática apenas en ciernes, desfondado por la necesidad de cuadros políticos y administrativos en el gobierno, no ha asumido un papel de partido en el gobierno, ni abierto la discusión para concebir un programa político con un horizonte de mirada más larga. En los hechos, Morena empieza y acaba en López Obrador.
Tampoco desde el gobierno se ha planteado la reforma del sistema de partidos que dé estabilidad al cambio en México al tiempo que fomenta la pluralidad y el contraste entre diferentes. Las opciones no son muchas, y nada garantiza que la que se elija se concrete. Quizá el proyecto de reducir plurinominales y, en consecuencia, promover un orden institucional bipartidista, fortalezca las posiciones en disputa y abra la posibilidad de alejar el fantasma de la fragmentación sin límite a la que su propia ineptitud ha conducido a la reacción –es una idea al aire sobre un tema que debería estar sobre la mesa. Pero para eso, igual que Morena al margen de López Obrador, tendrían que tener algo que decir. Por el momento, el 86 por ciento esconde esa necesidad y ese extravío, y releva a todo mundo de hacerlo (y no creo que sea deseable).