En lo de Tlahuelilpan, quizá como siempre que faltan explicaciones, cada quién recurre a la fantasía que mejor le acomode para tranquilizarse y volver las cosas a su lugar. Cada fantasía tiene detrás suyo una problemática de fondo.
Fantasía del Estado. La más recurrente es la de que el gobierno federal pudo haber evitado la tragedia si hubiera habido voluntad. Más allá de los errores, que los hubo, se presume así que el gobierno es capaz, fuerte: capaz de controlar fugas y tomas clandestinas (así se cuenten en más de 12 mil las que el gobierno anterior nos heredó), independientemente de su presión; capaz del control institucional de Pemex para manejar permanentemente el flujo de información en tiempo real. Capaz, por otro lado, de controlar a quien delinque, así sea una masa de centenas o miles de personas (testimonios de Tlahuelilpan hablan de una fila de hasta 300 automóviles). Hubo quien sugirió que, en ese polvorín, los soldados debieron disparar al cielo; quienes sugirieron que un cuerpo equipado con balas de goma habría sido pertinente para disuadir (sin importar el número de los pobladores, las condiciones territoriales ni la posibilidad de que la fricción igual generase chispas, como se presume que sucedió con la ropa de los pobladores); otros hablaron de la obviedad de convocar granaderos y bomberos. ¡Claro!, cómo no se le ocurrió a alguien, si además de que los hay en todos los pueblos tienen recursos y protocolos para combatir episodios de fiebre huachicolera de cientos de personas. Lo cierto es que ni siquiera sabemos cuántas fugas o tomas que generen ese cambio de presión en los ductos ocurren cada día, que no puede controlarse el flujo de información, que en materia de fuerza y de protección civil las fuerzas del Estado son más bien un lujo urbano, etcétera. La gran capacidad estatal es un mito. Aceptarlo es punto de partida para reconstruirla. Por otro lado, no hay Estado que pueda contener a una sociedad que actúa en otra lógica.
Fantasía del derecho como frontera. En segundo lugar, se presume que hay una frontera entre lo bueno y lo malo, entre lo lícito y lo criminal, sin medias tintas. Como si fuera igual de criminal la gente que consume huachicol por ser más barato, que los profesionales de la perforación de ductos, lo que sería como decir que es igual la gente que compra ropa pirata que los grandes contrabandistas que, de hecho, a veces cuelan mercancías al mercado legal, pero eso es otro tema. O no. Veámoslo detenidamente. La actividad lícita de mayor dimensión en Tlahuelilpan es la agricultura. Para transportar, digamos, alfalfa, se dependía del combustible robado y su precio —lo muestra este domingo la revista R, en un magnífico trabajo que da voz a los sobrevivientes de la tragedia; R, por desagracia, desapareció del panorama del periodismo mexicano, como antes desapareció emeequis, y nos quedamos con menos espacios valiosos. Una vez que se cortó el flujo, la cosa cambió radicalmente, el transporte del forraje se encareció por falta de huachicol, y probablemente incrementaron también los costos para los intermediarios y los consumidores finales. Todos estos eslabones fueron beneficiarios y financiadores del mercado del huachicol, aunque tuvieran factura de su compra. ¿Dónde trazamos la línea?