En Puente Titla, Iztapalapa, cosa muy extraña porque nuestra calle es un espacio menos público cada vez, se realizó un concurrido desfile de disfraces, una auténtica fiesta popular espontánea que reproduce la mezcla mexicoamericana del Día de Muertos con Halloween e imita otros desfiles espontáneos, como el de Coyoacán, que es ya un hábito.
No es que la tradición esté más viva que nunca, sino que es una cosa nueva, y llama mucho la atención que se haya convertido en un motivo lo suficientemente poderoso para salir a festejar en colectivo donde eso ya casi no pasa. Es un nuevo Día de Muertos, institucionalizado ya por el Gobierno de Ciudad de México y James Bond, y es el mismo que ha cobijado a los niños disfrazados de sicario o de Ovidio Guzmán que tanto escándalo produjeron en redes sociales y hasta en el DIF.
Parece claro que la muerte ha cambiado mucho en México, y no solo por la mezcla con Halloween. Hemos sido familiares con ella siempre, pero ahora parece que además estamos anestesiados frente a su presencia. Logramos juntar la visita ritual de nuestros muertos con una fiesta agringada donde, sin embargo, la muerte sigue siendo protagonista, un poco para no sentir que traicionamos lo propio y otro poco porque algo expresa del tiempo. Está, por un lado, la representación más genérica de la muerte que en estos desfiles es graciosa y elegante, terrorífica pero sofisticada, se trate de catrinas mexicanas o gringas de guadaña.
Pero hay, por otro lado, una diferencia que llama la atención. No es la única ya la muerte soberana, que decide y a la que uno puede enfrentar, burlar, retar, una muerte que siempre es otro, que está en frente, o detrás, persiguiendo su objetivo. Es una muerte mucho más masiva, encarnada por cualquiera, incluyendo niños Ovidios y sicarios. La muerte podemos ser todos, se vive en primera persona. Creo que es muy coherente con nuestra anestesia de estos años. Es una representación menos irónica que la relación cínica y juguetona que se ha pensado como seña de identidad nacional, y más exhibicionista, porque a final de cuentas es también un disfraz de Halloween que pretende ser divertido. Además de la solemnidad y la seriedad, que se dejaron atrás particularmente en el siglo XX, la muerte ha perdido importancia. Desfila al lado del payaso Eso y de las máscaras de La casa de papel. Es un terror de utilería, ya sin la seriedad que hacía que nuestra relación con la idea de muerte se pensara audaz o irónicamente íntima. La muerte ha perdido importancia. Salvo unas cuantas masacres, todas nos pasan de largo y la forma de elaborarlas culturalmente, de sellarlas en la memoria, responde a mecanismos muy específicos —sobre eso y la construcción del acontecimiento Ayotzinapa presentan este mes en Nexos un ensayo Fernando Escalante y Julián Canseco. La raíz está quizá en la política anticrimen como espectáculo, una configuración que empezó en 2006 y que compartimos también con Estados Unidos. Es una raíz que se montó en una tierra fértil, en nuestra antigua familiaridad con la muerte, en la cultura poscolonial de un estado débil pero autoritario donde se cantaba que la vida no vale nada.