Carlos Elizondo dedicó su artículo de este domingo a reflexionar sobre el mercado eléctrico a raíz de un tuit mío sobre la lucha que libra Manuel Bartlett al frente de la CFE. Distorsiona lo que dije, pero, más que aclarar, contesto. En 2018, dice Elizondo, la CFE ganaba 27 mil millones de pesos, mientras hoy pierde 78 mil. Es verdad, pero eso solo indica lo opuesto a lo que sostiene. Los primeros contratos de la reforma energética peñista iniciaron sus operaciones hacia finales de ese año —por lo que no es un punto de comparación válido. Lo que hoy vemos y se quiere detener son precisamente los efectos de esa puesta en marcha posterior.
Dice Elizondo: “si lograr la hegemonía de la CFE en el mercado eléctrico es la batalla más importante de la Cuarta Transformación, ya perdieron la brújula”. No es eso lo que se busca, sino generar las condiciones para el desarrollo nacional. La energía, en todo el mundo, es un tema estratégico multidimensional, no de libre mercado. Para que la gente pueda vivir bien debe garantizarse no solamente la competencia y bajos costos, sino la seguridad, la continuidad, la sostenibilidad y la calidad del servicio de energía eléctrica. Sin eso, no hay desarrollo, no hay servicios básicos, no hay justicia social.
Continúa: “ante el desprecio por el conocimiento técnico sobre cómo debe estar organizado dicho mercado, están enfrascados en una batalla contra unos molinos de viento. El objetivo de la política eléctrica debería ser dotar de electricidad, producida a bajo costo y con baja emisión de contaminantes, a todo el que la demande”. Se trata de otro error. Reducir la política energética al cálculo de costos, como si de cualquier mercancía se tratara, ha tenido terribles consecuencias allí donde ha sucedido. La principal es la inestabilidad de la red. Texas y California, sus imágenes de heladas, incendios y apagones, no son casualidades climáticas sino la imagen del desprecio a la planificación y al conocimiento técnico, a su vez causado por el dogma del libre mercado. Su sistema, privatizado, recortó en nombre de las energías limpias sus posibilidades de cubrir la demanda de energía. Para mantener artificialmente bajos los precios, por ejemplo, no cargaban con los costos de transmisión y mantenimiento de la red —la misma engañifa que intentan en México. La transmisión que no pagan engorda las ganancias de los accionistas, mientras el suministro deja de ser continuo cuando no se considera rentable. Ese es el sitio al que quieren llevarnos: castigar a los pobres, incrementar a sus costillas las ganancias de las trasnacionales.
No es cierto que las energías renovables sean más baratas. Eso sucede en México porque la ley y la corrupción exentó a sus dueños de costos de enorme magnitud, como la cobertura de energía ante intermitencias (que implica que siempre haya disponibilidad de fuentes que puedan sustituirlas rápidamente) o la transmisión que aquí se subsidia con recursos públicos, lo mismo que otros costes que se generan para el conjunto de la red. En otros países los generadores privados cargan con esto. En México es el Estado, huachicoleado por trasnacionales que cometen fraude a la ley. No es una gesta heroica, sino apenas el modesto arreglo de un desastre multidimensional. Es, eso sí, una gesta patriótica.